El mercado negro opera con las mismas leyes económicas que el blanco. Los narcos peruanos, bolivianos, venezolanos y brasileños se están pasando a la minas de oro en la selva amazónica porque son más rentables que la cocaína. Es una de las consecuencias del alza vertiginosa del precio del oro en los últimos dos años.
En Sudamérica, varios países se enfrentan a un aumento de los enfrentamientos de las bandas vinculada a la minería de oro. En Perú, el principal productor de oro de Sudamérica, casi 40 trabajadores de la provincia de Pataz han sido asesinados en los últimos tres años, mientras que el otoño pasado se descubrieron dos fosas comunes.
Los enfrentamientos también afectan a otros países de la región cuyo territorio está parcialmente cubierto por la selva amazónica y su rico subsuelo, como Bolivia, Brasil y Venezuela. Con su valor casi duplicándose en dos años hasta alcanzar los 3.500 dólares, la onza de oro atrae la codicia de los pandilleros locales, que ven el metal precioso como un complemento a unos ingresos cada vez más reducidos del mercado de la cocaína.
En los países de la Comunidad Andina el coste del cultivo del arbusto de coca se ha duplicado en quince años. Perú exportó casi 5.000 millones de dólares en oro “ilegal” el año pasado, casi la mitad de las exportaciones totales de oro del país, mientras que la proporción del comercio ilegal era de solo el 20 por cien hace diez años.
El gobierno brasileño estima que las bandas generaron aproximadamente 3.000 millones de dólares con la venta de oro en 2022, en comparación con los 2.500 millones de dólares procedentes de la cocaína. La transición de un mercado al otro se ve facilitada, por un lado, por los importantes ingresos provenientes de la cocaína, que se reinvierten en proyectos mineros que permiten blanquear la producción de oro para legalizar su extracción, y por el otro, por la infraestructura compartida, como las pistas de aterrizaje de avionetas.
Los gobiernos han reaccionado con dureza para controlar el nuevo mercado, con el pretexto de que es “ilegal”. El gobierno colombiano ha recurrido a la represión contra el Clan del Golfo tras el robo de unos 200 millones de dólares en oro de la mina más grande del país, en Buriticá. La batalla ha provocado la muerte de 20 soldados y policías en represalia. Lo mismo ocurrió el mes pasado en Ecuador, donde 11 soldados murieron durante un operativo para cerrar una mina “ilegal”.
Tras su regreso al gobierno, Lula tomó medidas enérgicas contra los “mineros ilegales” de la Amazonía, que tuvieron que cruzar la frontera hacia Venezuela. En Perú, la pandemia marcó un punto de inflexión durante el cual las mafias tomaron el control de las minas de Pataz, compitiendo por el acceso a los recursos locales. El despliegue del ejército peruano desde febrero del año pasado bajo el estado de emergencia no resolvió la situación, como era previsible.
En 2012 el gobierno de Lima intentó legalizar la ilegalidad porque eso que los medios llaman “bandas” son las terminales de poderosos grupos económicos y políticos, cuya cabeza está en el mismo parlamento. Por ejemplo, Perú ha creado un registro, llamado Reinfo, que exime a los mineros sin licencia de sanciones penales hasta que cumplan con la normativa y demuestren sus derechos sobre las explotaciones.
Sin embargo, esta política también ha fracasado. Solo el 2,3 por cien de los mineros registrados han obtenido una licencia. Además, el registro da cobertura a bandas que no tienen intención de registrarse y simplemente compran o roban la documentación de los mineros registrados para blanquear sus extracciones de oro.
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