El G20 evidencia la crisis del imperialismo estadounidense

Manuel de Diéguez

Los grandes acontecimientos solamente se comprenden con lentitud y paso a paso, porque el espíritu humano rechaza asistir a desórdenes en el tablero del conocimiento. Así será en lo referente a la reunión del G20 del 4 y 5 de setiembre en China, que llevará el sello de la salida de Europa de la arena internacional. Solo entonces se comprenderá en su profundidad las causas de la caída lenta e inexorable del imperio americano hacia su hundimiento, interrumpido solamente por algunos sobresaltos. Se verá a los dos nuevos dirigentes mundiales, Rusia y China, enterrar sin flores ni coronas un G8 del que Estados Unidos había tomado el control desde el tiempo de su creación por Giscard d’Estaing, y del que habían hecho instrumento de su omnipotencia. Veremos a los nuevos dirigentes del planeta asentar su bien merecida hegemonía sobre la urgencia de las naciones para conquistar los beneficios de un nuevo juego.

Se asiste a un traspaso espectacular de poder y, de alguna manera, a una suave entronización del nuevo equilibro de fuerzas a escala planetaria. Ningún Estado europeo ha participado de manera viva y a la escala de los acontecimientos en la promulgación tácita de las nuevas reglas de la alianza entre la potencia de los verdaderos Estados con la visión del nuevo mundo que a todos se impone. Teresa May, nueva primer ministro británica, había pedido, con un adelanto de varias semanas, una cita con Vladimir Putin, que obtuvo inmediatamente. Igualmente había solicitado una cita con el primer dirigente de China, y había doblado su apuesta. Putin tuvo entrevistas separadas con diez dirigentes de peso de nuestro planeta. Se ha visto a un presidente de Estados Unidos prácticamente fuera de juego y con quien todo el mundo ha dejado de mostrarse atento, porque el vasallaje respecto a él ya no renta. En cambio, se hizo decisivo entrevistarse con Putin o con Jinping, en un modo de relaciones que ya no es el de sumisión de tipo norteamericano.

No sabiendo como encontrar un sitio nuevo en la corte, Hollande intentaba salvar la cara llegando a todos los sitios el último; pero este truco no engaña a nadie. Estaba escrito que los dirigentes europeos, desprovistos de todo conocimiento del destino de las naciones y del destino reservado a los ignorantes y a los incompetentes, pagarían el precio de su desconocimiento de las leyes elementales de la geopolítica. No se está a la altura de los acontecimientos ignorando en que sentido corre la historia y sobre que eje gira el planeta. Todo el “establishment” combate a Trump, pero nadie refuta sus declaraciones, ni se arriesga a mencionarlas. Ha formulado dos evidencias estridentes: la primera, que Europa no se constituirá nunca en una nación unida, y la segunda que ese fantasma se había dotado de una capital imaginaria, y estrictamente administrativa.

No se sabe que es más interesante observar, si el hundimiento del imperio americano o el de la Europa de las utopías. Si un Nicolas Sarkozy, que había reintroducido a Francia en la OTAN en 2008, había llegado en 2016 a denunciar el imperialismo norteamericano y su dictado sobre los bancos de todo el mundo, su gaullismo tardío no había sido reseñado por una prensa y unos medios franceses bloqueados, de manera que toda la atención de los nuevos antropólogos se centraba en la agonía política de Europa, al igual que la potencia quebrantada de los Estados Unidos no sabía que hacer ante los desprecios sufridos por los servidores de su hegemonía de ayer.

La servidumbre del Viejo Continente a las leyes americanas de comercio había fracasado. En todas partes el patriotismo reencontraba su voz. Se descubría que Washington obedecía a una política extranjera de tipo romano y que el tratado de Westfalia de 1648 que debemos al genio político de Mazarino había explotado. Julio César no se preguntaba cómo debía protegerse el derecho de los galos bajo las espadas de las legiones. Washington tampoco. ¡Y ahora Putin exigía al Pentágono nada menos que conservar el derecho de defender los intereses de su país!

El imperio americano moría por el anacronismo y la potencia de tipo romano a la que los Estados Unidos habían creído poder seguir siendo fieles. Un Estado pretendidamente democrático y que había hecho del sestercio el símbolo del dólar no podía cambiar de cultura política ante la adversidad: necesitaba agonizar en la alianza de la ética calvinista de los negocios y la cansada espada de los romanos de hoy.

El nuevo tono de la potencia ha sido muy bien ilustrada por un diálogo de Vladimir Putin con François Hollande. Después de haber simulado creer que el destino del planeta dependía todavía del diálogo de Francia con todo el universo, Putin ha añadido gentilmente: “Y ahora que hemos recorrido el mundo, vamos al examen más modesto de las relaciones de Rusia con Francia”.

Porque Hollande había tenido la ingenuidad de invitar a Putin a “mirar los problemas de frente”. Pero esta vez mirar los problemas de frente suponía plantear la cuestión de las relaciones concretas de Rusia con Francia. Sin duda, Hollande se ha visto sorprendido de encontrar en Putin a un interlocutor respetuoso de los intereses propios de Francia. No hay conquista mayor de una dignidad nueva, y ante todo de una nueva soberanía para Francia, que dirigirse a ella como nación con el derecho de defender sus intereses propios y su independencia.

En realidad, desde el 4 de septiembre de 2016, el G20 ha mostrado con claridad a todo el mundo como Rusia sustituía las relaciones de vasallaje de Estados Unidos con sus supuestos “aliados”, negociaciones de nuevo fundadas sobre el tratado de Westfalia de 1648, y como esta nueva conquista de una diplomacia civilizada entre dos Estados soberanos no es más que una gran conquista de la civilización mundial.

Rusia bien podría revelarse más potente de lo que el imperio norteamericano nunca lo haya sido. Pero, por el solo hecho de que el estilo nuevo del poder surgido de este G20 destruya la política de subordinación que el imperio norteamericano ha mantenido con sus aliados avasallados, el mundo ha cambiado de aspecto, de manera que desde el 4 de septiembre, incluso antes de la finalización de este G20, el nuevo estilo de poder en la escena internacional ha metamorfoseado la diplomacia mundial.

Pero el gran vencedor de este G20 habrá sido una Rusia invitada a figurar en el rango de invitados de honor en Hangzhou. Ya no se defendía un supuesto “orden mundial” que nunca ha existido y que nunca existirá, porque este beatífico concepto no era más que la máscara de la potencia hegemónica del momento. El realismo político se revela, en realidad, como la auténtica fuente de una política humanista y respetuosa de los Estados. La civilización mundial ha cambiado de guía.

Fuente: http://www.comite-valmy.org/spip.php?article7579

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