Curtis LeMay fue un general de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, conocido por dirigir las campañas de bombardeos de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra, le nombraron jefe del Comando Estratégico de la Fuerza Aérea, el departamento militar responsable de las armas nucleares.
LeMay era un miembro del grupo de generales occidentales del siglo pasado que creían en la doctrina militar imperialista por antonomasia: las guerras se ganan lanzando bombas contra la población civil. Los bombardeos podían imponer la voluntad estadounidense a cualquier enemigo.
Como dijo más tarde: “Los aviones de combate son divertidos… Los bombarderos son importantes”, pero tenía muchas frases para pasar a la historia como el auténtico carnicero que fue: “No hay civiles inocentes. Estás luchando contra un pueblo, su gobierno y su fuerza armada. Matar a civiles o a transeúntes supuestamente inocentes no me molesta”.
Durante la Segunda Guerra Mundial, las ciudades alemanas fueron bombardeadas brutalmente por LeMay en persona, de día y de noche. Quedaron reducidas a cenizas. Las cifras de la carnicería siguen siendo controvertidas hoy en día. Se estima que 300.000 civiles murieron, casi 800.000 resultaron heridos y 7,5 millones quedaron sin hogar.
En enero de 1945 pasó de Europa al frente del Pacífico para hacer lo mismo, pero los primeros bombardeos a gran altura fueron un fracaso, por lo que LeMay inventó una solución: si las fortalezas volantes no pueden bombardear a gran altura a plena luz del día, lo harán a baja altura durante la noche, cuando no hay fuertes vientos ni cazas enemigos. Las municiones serán bombas de fósforo M47 y bombas de napalm M69.
Para las viviendas tradicionales japonesas, hechas de madera y bambú, rodeadas de mamparas de papel y cubiertas con techo de paja, esas municiones eran una lluvia de fuego. “Vamos a matar a muchos civiles. Miles. Pero estamos en guerra con Japón. Fuimos atacados por Japón. ¿Quieren matar a los japoneses o prefiere que maten a más estadounidenses?”, dijo LeMay, que no se caracterizaba por su sutileza.
El 9 de marzo de 1945, desde la pista de Guam, despegó el primero al frente de sus 300 bombarderos para un ataque a medianoche contra Tokio, a unos 2.500 kilómetros de distancia. El objetivo era lanzar napalm en los barrios del centro de Tokio, una de las ciudades más densas del mundo.
Las grandes fortalezas volantes arrojaron 2.000 toneladas de municiones incendiarias. Las primeras formaron un anillo de fuego alrededor del centro de la ciudad. A día de hoy, aquel bombardeo sigue siendo el ataque aéreo más devastador de la historia. Se necesitaron tres semanas para limpiar la ciudad de cadáveres civiles.
El descubrimiento del napalm
En los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, incluidos los de Hiroshima y Nagasaki, las víctimas civiles no eran “daños colaterales”: lo mismo que en Gaza y Líbano, ellos eran el objetivo directo e inmediato de los ataques aéreos, y no los ejércitos o las instalaciones militares.
En Europa los aviadores creyeron que el nuevo visor de precisión de Norden permitiría a los bombarderos centrarse en eliminar objetivos militares precisos que podrían paralizar las líneas de producción del enemigo en lugar a dedicarse a tirar bombas indiscriminadamente. Con el visor los bombarderos podían acertar a un barril desde 5.000 metros de altura, decía la prensa, que no hacía más repetir las falsedades de la empresa fabricante (*). A esa altitud el artillero disparaba a ciegas porque no distinguía nada.
Mientras, en la Universidad de Harvard habían descubierto la posibilidad de reutilizar un producto químico fallido de la empresa Dupont para fabricar bombas de napalm. No hacía falta apuntar. En lugar de centrarse en objetivos industriales o militares, las bombas incendiarias se esparcieron por todas las ciudades, destruyendo viviendas y matando civiles de la manera más devastadora,como está ocurriendo ahora mismo en Gaza y Líbano.
Las estimaciones del número de víctimas en Tokio varían entre 80.000 y más de 200.000 muertes, más que los bombardeos atómicos de Hiroshima o Nagasaki. Todas las víctimas eran mujeres, niños y ancianos.
Incluso un patán como LeMay se reconocía al mirarse al espejo años después: “Supongo que si hubiésemos perdido la guerra me juzgarían como criminal de guerra. Por suerte estamos del lado ganador. Todas las guerras son inmorales y si dejas que eso te moleste, no eres un buen soldado”.
Una tras otra, las ciudades japonesas fueron arrasadas en 1945 y el carnicero LeMay consideró que no eran necesario lanzar bombas atómicas contra Hiroshuma y Nagasaki: “Nuestros bombardeos han sido muy eficaces, Japón colapsará antes de nuestra invasión”.
Al final de la guerra, LeMay comandaba más de 1.000 bombarderos, la fuerza aérea más mortífera del mundo, y sobre sus espaldas tenía los cadáveres de al menos 220.000 civiles japoneses y, probablemente, más de medio millón.
(*) https://warfarehistorynetwork.com/article/the-norden-bombsight-was-it-truly-accurate-beyond-belief/