Nicolás Bianchi
El Estado de Derecho es una teoría jurídica inventada y/o «construida» en la Alemania del canciller Bismarck para suplantar el principio de soberanía popular impuesto por la revolución burguesa en Europa. En Prusia, el capitalismo no se desarrolló siguiendo las pautas habituales de la revolución burguesa sino por una vía original de pacto con la aristocracia terrateniente y haciendo concesiones. La alta aristocracia (los «junkers») jamás aceptó el principio de que la soberanía provenía de la nación (como proclamó la Revolución francesa), sino que creía en el origen divino del Emperador cuya legitimidad no podía dimanar de la voluntad popular. Pero a finales del siglo XIX la burguesía era lo suficientemente poderosa como para acotar las competencias del monarca y crear una nueva legislación a través de las cámaras parlamentarias. Para solventar esa contradicción, un grupo de juristas germanos crearon la teoría ambigua de que la soberanía no venía del pueblo ni del rey, sino del Derecho, que las normas jurídicas estaban por encima de todos ellos y que todos debían someterse a esas normas. A esa teoría, y al Estado que se somete a la ley, la llamaron Estado de Derecho. Hoy la expresión de tan rancio origen ha ganado popularidad -no hay paniaguado politiquillo y politicastro que no se llena la bocota con esa expresión al igual que les sale de corrido aquello de «fuerzas y cuerpos de seguridad del estado» por no abreviar diciendo «policía»– en el pensamiento jurídico para denotar que en el Estado moderno nadie puede adoptar una decisión sin que exista una previa norma que lo autorice (viene a ser el «principio de legalidad» antifeudal). Aunque se le considera sinónimo de democracia, constituye una absoluta negación de la misma ya que, al negar la soberanía popular, niega al mismo tiempo su poder constituyente, es decir, la facultad de cambiar las normas.
Para justificar el poder, según el poco sospechoso de bolchevismo Norberto Bobbio, basta con apelar a Dios o al consenso o a la tradición. Pero la principal función del poder es obtener la obediencia del villano, súbdito o ciudadano. El poder legítimo es aquel que pide obediencia, ayer despóticamente, hoy acatando el nuevo Baal neopagano que llaman «reglas de juego», que iluminan el Estado de Derecho. No es seguro que te libres de la cárcel aun apelando a sus propias leyes y «reglas de juego», véase Arnaldo Otegi, encarcelado no por contravenirlas precisamente sino por creer en ellas, ilusamente o calculando mal y analizando peor sin saber con quién se enfrenta. O a fuer de saberlo, engañando a la parroquia no sabemos con qué intención o con qué doblez. Incluso ha tratado de jugar con esas «reglas». No ha transgredido ninguna norma ni ley. Sólo cometió un «delito»: no condenar la violencia explícitamente (implícitamente sí lo hizo) que se opone a la que ejerce el monopolio del Estado, llámese de Derecho o de Desecho, es decir, desobedecer a lo más sagrado que exige el Estado a sus vasallos: obedecer.
Ayer con la Inquisición y hoy con el Estado de Derecho, su secularización. Contestar eso te convierte en un fora exitus, en un «forajido», en un «fuera de lugar» (traducción exacta del latín culto), en un «terrorista» (traducción del latín vulgar por estos pagos hispanicus).