En la mayor parte de los países del mundo los gastos militares suponen una carga muy cuantiosa para los presupuestos públicos, que deben detraer recursos de otros capítulos para destinarlos a la defensa.
No es el caso de Estados Unidos, donde los gastos militares son tan cuantiosos porque son parte de uno de los mayores negocios del mundo: el tráfico de armas. En torno a ellos se ha creado una poderosa industria que vive de las adjudicaciones públicas y mejora la balanza de pagos con sus exportaciones.
Hay gastos publicos, como los del complejo militar industrial, que no son otra cosa que fuentes de beneficios privados. De ahí que en los gastos del Pentágono el despilfarro no tenga mayor importancia y crezca mucho más allá de los presupuestos militares asignados, como se observa en los informes semestrales que la Oficina del Inspector General del Pentágono dirige al Congreso.
El mes pasado el Departamento de Defensa no aprobó una auditoría por sexta vez consecutiva, lo que pone de relieve la falta de supervisión de los fondos que el Congreso asigna al Pentágono cada año.
El despilfarro lo califican como “fallos” en el control contable del ingente gasto militar. Hasta el mejor contable tiene un borrón, pero no se trata de eso. No son “fallos”. Se ha convertido en un sistema de captación de fondos y de circulación del dinero negro.
El ejemplo más evidente es el nuevo prototipo de caza F-35 de última generación, que ya se ha exportado a varios países, a pesar de que es incapaz de despegar de una pista de aterrizaje, como hemos expuesto en varias entradas.
Por ejemplo, antes del inicio de la Guerra de Gaza, durante el verano, Israel llegó a un acuerdo para comprar 25 nuevos F-35, financiados con 3.000 millones de dólares en ayuda de defensa de Estados Unidos.
No obstante, a medida que el déficit público ha roto todos los frenos imaginables, el gasto militar se vuelve un problema acuciante para las cuentas públicas, especialmente para los sectores económicos desconectados de la guerra.
La invocación sistemática de los innumerables “peligros” para la seguridad nacional y la continua fabricación de enemigos por los cinco continentes ya no se recibe de una manera tan pasiva. No hay tantos riesgos y, aunque los hubiera, los gastos militares no los reducen en absoluto.
En octubre Biden pidió al Congreso que aprobara un total combinado de 75.000 millones de dólares en ayuda de seguridad para Israel y Ucrania. La solicitud se suma a los 44.000 millones de dólares en ayuda ya prometidos a Ucrania desde el inicio de la guerra, y a las decenas de miles de millones de dólares en ayuda de seguridad proporcionadas a Israel en los últimos cinco años.
En junio el Pentágono descubrió que un error contable había sobreestimado el coste de la ayuda de defensa de Ucrania en 6.200 millones de dólares. En cuando levantan un papel de encima de la mesa, lo que aparece es una fuga de dinero, sobre todo si se trata de “ayudar” a terceros países.
¿Qué alega el Pentágono? Los portavoces militares admiten su culpa. Dicen que es cierto, que el descontrol es muy grande, pero que cada vez lo hacen mejor. “Progresamos adecuadamente”, concluyen.