El lunes se inauguró en Bakú, la capital de Azerbaiyán, la 29 Conferencia de la ONU sobre el cambio climático (COP29), en medio de la indiferencia general. La cumbre de más de 190 países está pasando desapercibida porque el movimiento da signos de agotamiento desde hace ya mucho tiempo. Cada vez son menos los que creen en los melodramas de la emergencia climática.
El motivo no es el aumento ni la reducción de las temperaturas. Es el dinero, una vez más, porque lo que mueve al mundo no es el CO2. Las alarmas climáticas se encendieron gracias a unas subvenciones que han alcanzado cotas nunca vistas.
Lo explicaba recientemente un indio en la prensa árabe: la mayor parte de los países del mundo acudían a las cumbres climáticas para pedir dinero con un argumento que se ha convertido en tópico: los que más “contaminan” son los países desarrollados, por lo que son ellos los que deben pagar la factura. Los demás países lo que esperan es cobrar prque son las víctimas.
Las grandes potencias son las inspiradoras de los tinglados climáticos y durante décadas “han incumplido repetidamente los acuerdos para proporcionar los cientos de miles de millones de dólares necesarios cada año para ayudar a los países en desarrollo”.
Parece una tomadura de pelo que la cumbre del año pasado se celebrara en Emiratos Árabes Unidos, un país que vive de los combustibles fósiles, y este año se repita lo mismo en Bakú, la ciudadad petrolera por antonomasia.
Pero es que este tipo de cumbres son así. La COP24 se celebró en la cuenca minera de Katowice en 2018, a pesar de que el país anfitrión, Polonia, se negaba a cerrar los yacimientos de carbón.