El enigmático, utópico y anarquista Morelly, en el siglo XVIII, decía que el hombre natural era bueno, pero el establecimiento de la propiedad privada lo corrompió. Los garamantes de Antonio de Guevara, franciscano de la corte de Carlos V, visten igual, detestan la mentira y el lujo inútil y aborrecen la guerra. Los telématas de la abadía de Rabelais, por el contrario, proponen la ausencia de leyes y parodian el comunismo monástico o «convento utópico».
Sin irnos a Platón y sus «edades de oro», el mojón es Tomás Moro y su ascetismo y frugalidad como norma en «Utopía». Todos trabajan, pero no mucho, porque no hay parásitos que mantener. El oro y la plata sirven para hacer orinales para niños. Hay ateos, pero son compadecidos. En la misma línea, los solarianos de «La Ciudad del Sol» de Campanella desprecian el dinero en una sociedad agrícola y preindustrial, lo que no ocurrirá en la «Nueva Atlántida» (1621) de Francis Bacon que, mucho más prácticos, admiten las relaciones capitalistas de producción, es decir, el «progreso» de los evergetas (bienhechores).
La ventaja de ser candidato es que ningún partido dice ser lo que es. Ninguno. Si lo fueran, no serían candidatos. Por una parte, «este mundo» y, por otra, los «Parthenions» o asilos para las putas pensados por Restif de la Bretonne, otrosí las madres de quienes nos han estado puteando-gobernando. Los de siempre, «este mundo», y los de toda la vida, los «demócratas». Al final, a contar.