Con ese término definía Miguel de Unamuno en un artículo titulado
«Sobre el marasmo actual de España» el seudoparlamentarismo de la Restauración borbónica (antes de la II República). No está mal charlar y paliquear en… las tabernas, y muy profundas cosas se oyen a veces. En los parlamentos raras veces se refleja la lucha de clases. En el español en absoluto salvo la época de la II República, cuando Gil-Robles quiso instaurar el fascismo por
«vía parlamentaria» (ahora no hace falta ni eso) y, al no poder, vino la guerra civil y una sublevación militar-fascista que no se levantó contra la República, sino contra la victoria del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936. De aquella guerra y de sus ganadores y sus barros vienen estos lodos charlamentaristas. El Parlamento español no refleja nada y menos la realidad como cuando ocurrió, por ejemplo, en la huelga general ya de por sí desteñida y
«light» habida en 1988, se encaparozonó en sí mismo, aislado, y legislaba ajeno a lo que pasaba ahí fuera al más puro estilo bizantino.
«¡Libertad! Bien entendida, ¡hermosa palabra…! Un pueblo jamás se hace maduro ni prudente, siempre es niño», dice el Duque de Alba en el «Egmont» de Goethe. ¡Libertad bien entendida! dice Unamuno de coña. Y para hacerla entender, ¡palo y tentetieso!, otrosí: te haré libre a ostia limpia.
Eso hacen el PP y el PSOE, que no son partidos sino aparatos del Estado, la «casta», que dirían los penúltimos invitados -Podemos- al festín estatal del rico Epulón a ver qué migas caen. No hay más programa para esta «casta» que la razón de Estado, la Constitución taumatúrgica e hipnótica como camisa de fuerza, los Estatutos sin viagra y la unidad de destino en lo universal. Estos son los embelesos de los «demócratas» ordeñadores de pueblos, de los que hacen del pueblo rebaño, grey. Y todo ello quintaesenciado por la inmarcesible ley del honor (español): «procure siempre acertarla/el honrado y principal/pero si la acierta mal/defenderla, y no enmendarla».