Estas últimas están presididas por el miedo. Su objetivo es facilitar una disciplina de masas y, en definitiva, lograr que el convicto se ponga él mismo la soga al cuello. Por su propio bien. Es algo que facilita enormemente la dominación de clase. No hay oposición porque nadie se opone a algo que le conviene.
Es algo que se había esbozado antes en ciertos países pero que jamás se había ensayado en todo el mundo. Simultáneamente.
Por ejemplo, en Chile el gobierno de Piñera ha aprovechado el confinamiento para instalar cámaras de videovigilancia en las calles (1), lo cual no tiene relación con la pandemia sino con las movilizaciones del año pasado, que se han acabado de un plumazo gracias a la pandemia.
La histeria está cambiando los hábitos sociales hasta en lo más íntimo y personal, incluso en la higiene y en todas y cada una de las actividades humanas. Si con la “escalada” ya fue bastante evidente, con la “desescalada” es mucho más patente. Nuestro comportamiento no lo decidimos nosotros sino unos “expertos” de mierda que nos dicen cuándo, cómo y con quién debemos salir a la calle. Hemos llegado a aceptar que nos digan cómo debemos vivir nuestra vida y a culpabilizar e insultar a quienes dicen que esto es una patraña cada vez más descarada. A medida que no está habiendo una respuesta política y social, la insolencia de los “expertos” de mierda es cada vez mayor.
La burguesía justificó su poder con la “mano invisible”, el “laissez faire” y el individualismo (que cada cual haga de su capa un sayo), y en la época actual está culminando con el intervencionismo más brutal en la esfera íntima de las personas.
El panóptico ha llegado para quedarse. No se trata de que vigilen cada uno de los comportamientos de las personas; no se trata de graben en vídeo la vida de cada cual y la digitalicen, la procesen, la almacenen y, virtualmente, la comercialicen. Se trata de algo mucho peor: de que sepamos que cada uno de nuestros pasos está siendo vigilado y, como es bien sabido, los niños no se comportan de la misma manera cuando les vigilan que cuando no.
La vigilancia, pues, es una forma de condicionar el comportamiento humano y la pandemia está suponiendo un salto cualitativo en los mecanismos y en la intensidad de vigilancia. No basta con que haya cámaras de vídeo en las paradas de los autobuses o en el centro de comercial; cada uno de nosotros debe tener presente e interiorizar que está siendo vigilado.
Es una arquitectura de la opresión donde quien te vigila no es sólo la cámara sino el vecino. No sólo el que se asoma por la ventana sino también el que coincide en la cola del supermercado y el móvil le advierte de tu presencia y de que -quizá- no estás tan sano como pareces porque eres “portador silencioso” de un virus.
El truco de tirar el móvil a la basura no nos va a servir porque nos van a poner un brazalete, como si estuviéramos con una condena condicional, como si fuéramos unos delincuentes a los que les han dado unos días de permiso para salir a la calle.
Van a resucitar el viejo somatén, las brigadas de vecinos celosos de la salud. El Gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, ha anunciado que, junto con el multimillonario ex alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, van a crear un “ejército de rastreo de contactos” compuesto por 17.000 vigilantes encargados de supervisar a los apestados, los contaminados, los contagiosos (2).
El mes pasado el ex presidente Bill Clinton se reunió con los gobernadores de varios Estados para crear la red de somatenes, serenos, guardas y vigilantes encargados de la salud pública. Los veremos en las estaciones de tren y acompañando a los revisores. Nos pedirán la cartilla y nos dirán: “Usted no puede sentarse en esta plaza. Tiene que ir en la unidad de apestosos”.
Nos habíamos acostumbrado a las cámaras de videovigilancia en las calles y creimos que eran como las farolas. Necesitan hacernos sentir su omnipotencia, como el padre que vigila al niño mientras juega en el parque. Ahora vendrán los drones a tomarnos la temperatura y preguntarnos por los altavoces si tosemos. El policía que está al otro lado de la pantalla nos preguntará si hemos ido al médico últimamente. “¿Se ha hecho Usted la revisión?”, nos preguntará. “¿Ha pasado la ITV?, ¿tiene su cartilla sanitaria actualizada?”.
La Guardia Civil de Tráfico nos parará en un control y, además de pedirnos los papeles del coche y hacernos el test de alcoholemia, nos hará también el de coronavirus, el del Sida, el Ébola, el Zika, la gonorrea, el kuru, la tos ferina, la gripe porcina, la aviar, el H1N5…
Los sindicatos serán un anexo del Ministerio de Interior. No se podrá trabajar sin la cartilla sanitaria para evitar el contagio de los compañeros. Los apestados no podrán ocupar determinados puestos de trabajo, como la educación. Tampoco podrán tener contacto con el público. Periódicamente la empresa exigirá la cartilla para comprobar si está actualizada. En caso contrario, el trabajador podrá ser despedido. A la entrada de la fábrica, los vigilantes sindicales tomarán la temperatura a los trabajadores.
En el próximo reajuste del gobierno nombrarán a Fernando Simón para el nuevo Ministerio de Pandemias, Curvas, Desescaladas y Zoonosis, una cartera apolítica, puramente técnica. Además de cárceles, CIE y reformatorios de menores, abrirán campos de concentración para contagiados, aunque los llamarán balnearios, centros de reposo o clínicas de cuarentena y observación médica… Algo que deje claro su naturaleza médica y puramente técnica. Aunque los pacientes estén atendidos por expertos de bata blanca, deberán estar custodiados por el ejército, o por la legión o por la unidad militar de emergencias, para que no se escapen.
No nos da tiempo a terminar este artículo porque son las ocho de la tarde y tenemos que salir al balcón a aplaudir…