El 30 de mayo de ese año, el gobernador de Nuevo León, Eduardo A. Elizondo Lozano, renunció como parte del programa de conciliación de la Secretaría de Educación Pública y el 5 de junio entró en vigor una nueva ley orgánica que resolvía el conflicto.
Los estudiantes capitalinos, pese a ello, decidieron manifestarse, aun cuando las demandas no eran claras.
Se pedían desde 500 millas de mar territorial hasta efectividad en la apertura democrática prometida por Echeverría. Era, además, una oportunidad para que el gobierno mostrara que no sería represor como el anterior. En los días previos a la manifestación, muchos agentes policiacos comenzaron a patrullar los alrededores del Casco de Santo Tomás
El 10 de junio de 1971 alrededor de las 17 horas salió la marcha estudiantil. Las calles que desembocan a la Avenida de los Maestros estaban bloqueadas por granaderos y agentes policiacos, los cuales impidieron el paso de los estudiantes. Asimismo, también había tanques antimotines a lo largo de Av. Melchor Ocampo (hoy Circuito Interior) junto con transportes del ejército, los cuales se ubicaban cerca del Colegio Militar y transportes de granaderos en un enorme contingente policíaco en el cruce de las avenidas Melchor Ocampo y San Cosme.
Un grupo de choque entrenado por la Dirección Federal de Seguridad y la C.I.A., conocido como “Los Halcones”, los cuales vinieron en camiones y camionetas grises y transportes de granaderos, atacó brutalmente a los estudiantes desde las calles aledañas a la Avenida de los Maestros después de que los granaderos abrieran sus filas.
Los estudiantes, por su parte, intentaron inútilmente esconderse de los jóvenes armados. La policía no intervino porque no tenía órdenes de hacerlo y permaneció como espectadora permitiendo la masacre.
El tiroteo se prolongó por varios minutos, durante los cuales algunos transportes daban apoyo logístico al grupo paramilitar, dotándolo con armas y transportes improvisados, como lo fueron automóviles privados, camionetas, patrullas policíacas e incluso una ambulancia de la Cruz Verde.
Los heridos fueron llevados al Hospital Rubén Leñero, pero fue inútil, pues los Halcones llegaron al nosocomio y allí dieron remate a los jóvenes aún en el quirófano, además de intimidar a los internos y al personal médico. El número de muertos fue cercano a 120, entre ellos un muchacho de catorce años: Jorge Callejas Contreras.
Esa misma noche, elementos del ejército resguardaron el Palacio Nacional y el entonces presidente, Luis Echeverría, anunció una investigación sobre la matanza y afirmó que castigarían a los culpables.
Alfonso Martínez Domínguez, regente de la ciudad, y Julio Sánchez Vargas, procurador general, negaron que hubiera Halcones y los jefes policíacos culparon a los estudiantes de haber creado grupos extremistas dentro de su propio movimiento, quienes finalmente habrían atacado a sus compañeros.
Pasó una semana hasta que el coronel Manuel Díaz Escobar aceptara que los había, pero no los involucró en la masacre.
El alto número de periodistas agredidos y de evidencia gráfica de los sucesos logró que la prensa contradijera la versión oficial del gobierno y aceptara la existencia del grupo. Martínez Domínguez entregó su renuncia a Echeverría el 15 de junio pues estaba convencido de que los manifestantes habían sido provocados, entre otras cosas, para que el gobierno tuviera un pretexto y se deshiciera de él.
Así y todo, durante años, Martínez Domínguez recibió el apodo popular de “Don Halconazo” (ya que formalmente se le conocía como Don Alfonso), en alusión a la Matanza del Jueves de Corpus.
El terrible saldo de la manifestación desanimó a muchos estudiantes, pero también propició que se radicalizaran otros más, quienes más tarde formarían parte de las organizaciones guerrilleras urbanas.
Los estudiantes en 1971 demandaban especialmente: la democratización de la enseñanza, el control del presupuesto universitario por los alumnos y profesores y que éste representara un 12 por ciento del PIB, así como libertad política donde obreros, campesinos, estudiantes e intelectuales gozaran de libertades democráticas reales y controlaran el régimen social; Educación de calidad para todos, en especial para campesinos y obreros, y mayor importancia y respeto a la diversidad cultural mexicana; estricta apertura democrática, apoyo a la vida política sindical de los obreros y fin de la represión por parte del gobierno.
Estas y otras expresiones de la oposición empezarían a canalizarse años después a través de la Reforma Política de 1977, impulsada por José López Portillo desde las entrañas del régimen.
En 1966 el entonces secretario de gobernación Luis Echeverría manda al Departamento del Distrito Federal al coronel Manuel Díaz Escobar. Éste crea al grupo paramilitar con el objetivo de “reprimir cualquier manifestación de todo movimiento que criticara al gobierno”. Estos eran pagados por el gobierno y encabezados por el regente capitalino.
El grupo estaba formado por militares, pandilleros, jóvenes provenientes de clubes deportivos y “porros” universitarios (*). Estos últimos vieron crecer sus filas tras el “halconazo”. La primera vez que entraron en acción fue el 2 de octubre de 1969, a un año de la matanza de Tlatelolco.
Algunos de los principales mandos de Los Halcones surgieron de la Brigada de Fusileros Paracaidistas del Ejército, entre ellos, Víctor Manuel Flores Reyes, Rafael Delgado Reyes, Sergio San Martín Arrieta, Mario Efraín Ponce Sibaja y Candelario Madera Paz, los cuales entrenaban sus hombres en los llanos de las colonias San Juan de Aragón y Cuchilla del Tesoro, en la delegación Gustavo A. Madero.
Los “halcones” fueron un grupo de más de ochocientos golpeadores y karatekas al mando del militar Manuel Díaz Escobar Figueroa, “El Maestro”, entonces Subdirector de Servicios Generales del DDF, que durante los dos años anteriores a la tragedia, recibió instrucción de box, judo, karate y bojun-su.
Antes del 10 de junio, los “halcones” habían reventado mítines en el IPN y la Preparatoria Popular, y tras la represión del jueves de Corpus Cristi, desmantelaron su campo de entrenamiento de San Juan de Aragón, se concentraron en el Palacio de los Deportes y fueron pagados y disueltos con la consigna de realizar acciones terroristas y asaltos para distraer a la opinión pública.
Díaz Escobar, su jefe, renunció a su cargo de subdirector en el DDF después de la matanza, fue comisionado a la embajada mexicana en Santiago de Chile y el 1 de junio de 1979, fue ascendido por el presidente José López Portillo a general de brigada diplomado del estado mayor.
Jack B. Kubisch, jefe de misión adjunto de la embajada de Estados Unidos en México, señaló en un cable diplomático el 17 de junio de 1971 que los Halcones “son un grupo represivo oficialmente financiado, organizado, entrenado y armado, cuyo propósito principal desde su fundación en septiembre de 1968 ha sido el control de los estudiantes de izquierda y antigobierno”. Kubisch también aclara que la existencia y funciones de los Halcones era bien conocida entre los principales oficiales políticos y de justicia en el gobierno mexicano.
El 18 de junio de 1971, 11 días después de la Masacre de Corpus Christi, Díaz Escobar negó la existencia del grupo durante una declaración ministerial con personal de la Procuraduría General de la República. En dicha comparecencia, Díaz Escobar mencionó que en julio de 1970 se creó “un personal de vigilancia para el cuidado y mantenimiento de instalaciones especiales, como el Metro que se iba a inaugurar, numerosas bombas de agua [y] plantas de tratamiento de aguas negras”, pero que con el cambio de administración (ocurrido el 1 de diciembre de 1970), ese grupo fue dado de baja. Sin embargo, la existencia de los Halcones fue confirmada en años posteriores por confesión de sus antiguos integrantes; muchos de ellos, aprehendidos por delinquir.
De acuerdo con un informe del Buró de Inteligencia e Investigación del Departamento de Estado de Estados Unidos, los Halcones era reclutados entre estudiantes en edad universitaria por personas relacionadas con oficiales del Partido Revolucionario Institucional (PRI), quienes gozaban de la confianza personal del presidente Luis Echeverría. A los reclutas se les otorgaba educación universitaria, pago en dinero y la promesa de un futuro brillante en el PRI. Eran entrenados por personal del Ejército y se les proporcionaban armas y equipamiento por un valor cercano a los 200.000 dólares, incluyendo carabinas 100 M-1. Se seleccionaban jóvenes de escasos recursos, “gente resentida, sujetos que pudieran realizar acciones violentas, incurriendo en el asesinato sin remordimientos, ni cuestionamientos de ninguna especie”:
Ser lumpen era otro elemento común entre ellos y, probablemente, considerado para su reclutamiento ya que el sueldo ofrecido resultaba una excelente opción laboral para jóvenes desarraigados, sin instrucción, pobres y resentidos, cuya preparación militar era la única forma de insertarse dentro de la economía formal, por lo que las gratificaciones eran bien recibidas entre ellos y una manera de comprar el silencio de estos sujetos respecto de los actos.
Haber formado parte de la Brigada de Fusileros Paracaidistas era visto como un buen antecedente para pertenecer a los Halcones. Según la declaración de Rafael Delgado a la DFS, ex integrante de la Brigada de Fusileros Paracaidistas y miembro de los Halcones, la convocatoria para ingresar al grupo se hacía de boca a boca. El grupo se nutría de personas que había formado parte del Ejército, pero habían solicitado su baja o habían sido expulsados por mala conducta. A nivel de tropa, no se aceptaban miembros en activo.
Entre los criterios de selección, se valoraba “el entrenamiento físico que tuvieran, la disciplina castrense, el manejo de artes marciales, la edad, la obediencia ciega, la carencia de principios éticos.” Se pedía que los integrantes del grupo gozaran de buena salud; aptitudes para el entrenamiento intensivo en técnicas marciales como karate, judo, kendo y boxeo; debían ser capaces de realizar acrobacias y carreras de resistencia, así como ser aptos en tiro con armas automáticas, manejo de armas blancas y prácticas de sabotaje.
En algunos casos, sus integrantes eran contratados como parte de oficinas ajenas a las actividades que desempeñaban. Tal fue el caso de Mario Romero Ramirez, alias “El Fish”, quien fue empleado del secretario particular del coronel Corona del Rosa a principios de 1967. Romero Ramírez ayudó al gobierno mexicano durante las movilizaciones de estudiantes de 1968 con labores de infiltración y como golpeador. Durante su existencia, los Halcones formaron parte de la nómina del Departamento del Distrito Federal a través del Departamento de Limpia.
A inicios de la administración de Echeverría, el secretario de Relaciones Exteriores, Emilio Óscar Rabasa, se reunión con el embajador de Estados Unidos, Robert McBride, para hacerle llegar una petición del mandatario mexicano. Echeverría solicitaba a Washington si estaría dispuesto a preparar un programa de entrenamiento policial para un grupo de fuerzas de seguridad mexicano. De acuerdo con un cable diplomático fechado al 6 de enero de 1971, el subsecretario de Relaciones Exteriores, José S. Gallastegui, y el coronel Manuel Díaz Escobar dijeron que los integrantes de este grupo estaban particularmente interesados en aprender “control de multitudes, lidiar con manifestaciones estudiantiles y disturbios, [así como] entrenar en tácticas de defensa física y combate cuerpo a cuerpo.”
Díaz Escobar describió al grupo que asistiría al entrenamiento como “cuatro o cinco” jóvenes oficiales del Ejército, de veintitantos años; tres serían estudiantes universitarios entre 18-19 años (posibles fuentes del gobierno mexicano en las organizaciones estudiantiles, según apuntes de la embajada); y 8-10 serían jóvenes de veinte años entrenados para “puestos importantes (posibles reclutas para la policía o futuros subjefes de los Halcones). De acuerdo a la Embajada, el grupo operaría completamente fuera del departamento de Policía del Distrito Federal y, por sus edades, estos individuos serían usados para liderar y entrenar a los Halcones.
La conexión entre Díaz Escobar y los Halcones preocupó a la embajada, que creía que los oficiales entrenados podrían regresar a México para “desempeñar algún rol en los Halcones, lidiando duramente y quizá incluso fuera de la ley con líderes estudiantiles y protestas.” En un telegrama fechado al 8 de enero de 1971, el Departamento de Estado de EE.UU., expresó sus dudas por las tácticas “políticamente impopulares” que los entrenados podrían usar en México.
Pese a los señalamientos de la embajada, se acordó el entrenamiento. El 8 de marzo de 1971, un grupo de cinco hombres –incluido el hijo del coronel Díaz Escobar, Manuel Díaz Escobar Celorio– partieron rumbo a Washington, con una fecha de regreso programada al 9 de julio.
El 14 de enero de 1972, un integrante de la organización declaró a la Dirección Federal de Seguridad (DFS) que Díaz Escobar había seleccionado a 40 mandos para ser capacitados en Francia, Estados Unidos, Inglaterra y Japón. Las personas elegidas eran exmilitares, especialmente antiguos integrantes de la Brigada de Fusileros Paracaidistas como Víctor Manuel Flores Reyes, Rafael Delgado Reyes, Sergio San Martín Arrieta, Mario Efraín Ponce Sibaja y Candelario Madera Paz. Leopoldo Muñiz, ex integrante de los Halcones, confirmó que fue enviado, junto con otros 40 elementos, a ser capacitado en el extranjero. El 5 de febrero de 1971 salieron grupos de 10 elementos a recibir entrenamiento en Inglaterra, Francia, Estados Unidos y Japón.
Los miembros de los Halcones eran seleccionados por su edad. Debían tener entre 18 y 25 años, de modo que pudieran mezclarse con los estudiantes universitarios.
En los pasillos universitarios, en las agrupaciones, en las movilizaciones, en los comités de huelga, su presencia debía pasar inadvertida. Debían poder informarse e informar de las actividades y formas de lucha de las diferentes escuelas y poder identificar a los estudiantes.
Sus técnicas de infiltración les permitían contar con credenciales de alumnos regulares para poder circular libremente en los planteles, marchas y reuniones de los estudiantes. Durante finales de los años 1960 y principios de los 1970, los Halcones se hicieron pasar por estudiantes de educación media, media superior y superior.
Los Halcones se infiltraban en el movimiento estudiantil, presentándose como activistas que incitaban a la violencia y los actos vandálicos, con lo que hacían parecer a todos los estudiantes como delincuentes potenciales. Nutrían el clima de incertidumbre y miedo al interior de las instituciones educativas y provocaban la fractura entre las escuelas. Al promover el vandalismo, se buscaba la aprobación social para la represión por parte de la fuerza policial y el Ejército.
Muchas versiones concuerdan en que durante la noche llegaron hasta el hospital Rubén Leñero para ejecutar a los universitarios y politécnicos heridos. No se tienen cifras exactas del número de muertos que provocaron los Halcones en la Masacre del Jueves de Corpus, pero las estimaciones dicen que son de más de 120 estudiantes.
Cobijado por la protección del ejército que hacia guardia a los alrededores de Palacio Nacional, Luis Echeverría anunció una investigación sobre la matanza y afirmó que castigarían a los culpables. Cosa que nunca pasó. No hubo un solo consignado ante las autoridades por los asesinatos.
Alfonso Martínez Domínguez, regente de la ciudad y que renunciaría más tarde, y Julio Sánchez Vargas, Procurador General, negaron la existencia de los Halcones y aseguraron que el ataque fue producido por “grupos extremistas de estudiantes” que atacaron a sus compañeros.
https://almomento.mx/a-48-anos-del-halconazo/
(*) En México llaman “porros” a los matones que proliferan en las universidades, organizados por los rectores para atacar e intimidar a los estudiantes progresistas.