Son las 8:00 de la mañana. Para algunos apenas acaba de empezar el día. Levantarse, abrir el frigorífico y preparar el desayuno parece una rutina muy normal. Pero esa no es la realidad de, por lo menos, 33.000 personas en situación de pobreza severa en Baleares.
A este número se le suman otros tantos miles de personas en esta comunidad que, aunque no entren en este umbral de riesgo, para ellos llenar la nevera y comer tres veces al día es un reto y no una rutina.
En vísperas de las fiestas navideñas, las colas que se forman en los bancos de alimentos crecen más cada día. Las engrosan personas que no tienen ingresos, o son muy escasos, y no llegan a final de mes. Una bolsa de comida con alimentos básicos es un dolor de cabeza menos en el desafío de superar el día sin hambre.
La pandemia del coronavirus ha empeorado mucho la situación. Entidades como Médicos del Mundo ya han confirmado un alarmante aumento de los “sintecho” en las Islas, y las Naciones Unidas prevén que a este ritmo de crecimiento, dentro de 10 años, el dato global de pobreza extrema pasará los 1.000 millones de personas.
Iglesia de los Capuchinos de Palma: decenas de años de caridad
La iglesia de los padres Capuchinos de Palma, que hace esquina con Plaza España, es conocida por alimentar a personas sin recursos desde hace decenas de años. Si uno se acerca por la mañana, verá un goteo incesante de personas que llegan y se van, siempre con algo entre las manos.
Preguntados por el número de gente que viene al día, los voluntarios de la iglesia no se arriesgan, pero sí están seguros de una cosa: “Nunca está vacío”. El horario suele ser desde las 9:00 a las 10:30 todos los días, pero según explican, durante los últimos meses se han visto obligados a ampliarlo. La crisis ha abocado a muchas más personas a buscar la caridad para comer, y la cola se ha alargado hasta dificultar que la gente mantenga la distancia de seguridad.
Ahora la iglesia abre, de forma excepcional, sobre las 8:00. Cierra horas después, cuando termina la larga cola, alrededor de las 11:00. Durante ese tiempo, reparten comida y otros productos básicos a las personas que se presenten, sin pedir ninguna explicación. Es una forma de entender la necesidad sin condiciones: sin nombre, sin nacionalidad, sin edad y sin color.
Aún así, tras años recibiendo a gente, ya conocen a la mayoría. Eso sí, este año es el de las caras nuevas: «Se nota la diferencia del año pasado a este. Hay mucha gente nueva», aseguran los voluntarios. Todos afirman, tanto los trabajadores como los que van a pedir comida, que se nota cuando es el primer día de alguien en la cola.
Se tapan la cara con capuchas, gafas de sol, pañuelos e incluso aprovechan la mascarilla para quedar irreconocibles. Lo habitual es que los primeros días pasen vergüenza mientras hacen la cola, y sean escurridizos para evitar las miradas ajenas. Pero al poco tiempo muchos se acostumbran y dejan de castigarse por su situación.
La pobreza es mejor vivirla desde el anonimato, porque así es más fácil salir de ella.
42 años, tres hijos, soltera y en paro
Andrea, una mujer catalana de 42 años, es uno de los ejemplos más claros. Acude a la iglesia con su hija de 10 meses dormida en el carrito de bebé. Espera la cola, paciente y discreta, y al llegar a la ventanilla acepta de buena gana lo que recibe: pañales para su hija, un bocadillo de embutido, levadura, azúcar, pan de molde, harina y otros productos básicos.
Hace un año se quedó embarazada de su ex pareja, quien a pesar de mostrarle apoyo desde un principio, a los cuatro meses se desentendió de su embarazo y desapareció. Ella decidió seguir adelante con el embarazo, a pesar de no contar con el apoyo del padre, y se cogió una baja por maternidad, pero terminó su contrato y tuvo que pedir el paro.
Meses después, la recién nacida se sumó a la familia de Andrea, que ahora es madre de tres niños: uno de 15 años, otro de 10 años y la pequeña, que tiene 10 meses. Ahora, la prestación del paro de Andrea, que le ha dado de comer a ella y a sus hijos durante un año, está a punto de terminar.
Esta madre, administrativa sanitaria de oficio, no consiguió encontrar trabajo de nuevo, y tiene una ayuda de 426 euros que apenas basta para llenar los cuatro estómagos. Además, le negaron el Ingreso Mínimo Vital porque se basaron en los ingresos de hace un año, cuando trabajó como administrativa en Proyecto Hombre.
Así se ha visto abocada a formar parte de la cola de la iglesia de los Capuchinos, dejando una dolorosa imagen tras de sí, con su recién nacida cobijada dentro del carrito, aunque ha conseguido perder la vergüenza y aceptar que, por ahora, esto es lo que hay: «Aquí hay de todo, pero yo sé que soy una persona normal. Me pongo en la cola con mi niña y espero que me toque mi turno, tan normal. Al principio me daba un poco de apuro, pero a estas alturas ya me da igual lo que piensen».
Es tal el negro panorama económico, que el gerente de una empresa sanitaria de las Islas le ha llegado a ofrecer trabajo a cambio de mantener relaciones sexuales con ella. Andrea rechazó la oferta, aunque no descarta en un futuro verse obligada a recurrir a ello para dar de comer a sus hijos: «Yo siempre he estado muy en contra de estas cosas, pero mis hijos tienen que comer y, si sigo así, tendré que acabar haciéndolo».
‘Si esto sigue así habrá una guerra’
María y Catalina son amigas desde hace años. Ambas son españolas, y una de ellas «mallorquina de toda la vida». Están en una situación económica similar: reciben una pensión de unos 300 euros, y pagan una habitación por 200. «Nos quedan 100 euros para comer todo el mes», lamentan.
Por eso van a una asistenta social que les ayuda, aunque para ellas es insuficiente y sentencian que el reparto de ayudas sociales es injusto: «Si esto sigue así, habrá una guerra», asegura Catalina, que acude todos los días a la iglesia a desayunar.
Ella, que ya venían antes de la crisis por la pandemia, certifican que con esta crisis la cola de la iglesia es mucho más larga: «Ahora hay muchísima más gente que antes», por lo que ven el futuro «muy negro».
‘En España existe la misma mafia que en Italia’
Francesco, por su parte, asegura que le falta un día trabajado para tener derecho al paro. Dice que no comprende el sistema, porque a pesar de haber trabajado durante meses, no tiene ninguna prestación después de que le despidieran: «En España existe la misma mafia que en Italia», asegura tras explicar que hay personas que «se aprovechan de las desgracias de los demás».
Viajó desde Italia hasta Mallorca para buscarse la vida, y gracias a sus idiomas consiguió trabajo de recepcionista de hotel. Pero tras la crisis de la covid, empezó su pesadilla: le despidieron del hotel y no consiguió otro trabajo. Hoy, Francesco no tiene techo, duerme en la calle y acude a Cáritas para poder asearse y limpiar sus pocas pertenencias.
La comida es una lucha diaria para Francesco, aunque agradece que, al menos, la iglesia de los Capuchinos le proporcione un desayuno. Desesperado, asegura que «este sistema está loco» y no se explica por qué la Administración no le ayuda aunque tenga ciudadanía europea.
‘Ya no tengo ni agua ni luz, pero al menos tengo un colchón cómodo para dormir’
Damian llegó a España desde Grecia hace poco menos de un año en busca de oportunidades laborales. Encontró trabajo de camarero, pero la temporada alta estaba por terminar y pudo trabajar poco tiempo. Más tarde, trabajó en el campo durante la temporada de recogida de naranjas y mandarinas.
Pero desde que empezó la crisis sanitaria de la covid, no ha vuelto a encontrar trabajo: «He echado currículums, he preguntado, me he movido y he buscado, pero no me ha llamado ni una sola persona. Creo que la gente tiene miedo de contratar a alguien tan mayor, prefieren gente joven».
Con 53 años, durante el confinamiento le echaron de la habitación donde vivía porque no podía pagar la mensualidad. Desayuna en la iglesia de los Capuchinos y come en otro banco de alimentos cercano. Prefiere comer en la calle, porque aunque consiguió otro techo, vive en unas condiciones lamentables, sin agua ni luz, aunque agradece tener «un colchón cómodo para dormir».
Se asea con el agua fría de las fuentes públicas, y asegura que alguna vez ha pensado en pagar un gimnasio para ducharse en condiciones en el vestuario, pero hasta ahora no se ha atrevido: «Cuesta 30 euros al mes, y sin ingresos no puedo comprometerme a pagar ni siquiera eso».
‘No sólo hay personas mayores, también viene gente joven’
Los voluntarios de la iglesia de los Capuchinos, que dan de comer a tantas personas cada día, despachan a las personas una tras otra; parece que nunca terminan. Desde la ventanilla tardan en atender, de media, unos 50 segundos por persona. Se nota que tienen práctica.
No preguntan, no juzgan, no cuestionan. Solo despachan comida durante horas y, como mucho, intentan atender a las necesidades especiales de cada persona. A Andrea, por ejemplo, que viene con su bebé, le dan pañales y potitos. Lo que nunca falla es el bocadillo, normalmente de embutido, y un dulce, como un cruasán. A partir de ahí, los voluntarios dan todo lo que tengan ese día, pero no es fijo. Un día tienen harina, otro día tienen arroz, y al otro tienen pan: «Todo lo que tenemos, lo damos», aseguran.
Preguntados por el perfil de persona que acude a pedir comida, aseguran que hay de todo: «No vienen solo personas mayores, también viene gente joven». Prueba de ello es que, justo una hora antes, un grupo de cuatro adolescentes se han sumado a la cola para recibir un bocadillo cada uno.
«Las personas que antes ya eran pobres, ahora lo son más», lamenta uno de los trabajadores de la iglesia, «y ahora viene mucha más gente. Hemos notado mucha diferencia entre antes y después de la covid».