El movimiento independentista catalán lucha por una causa que es absolutamente justa y como tal ha gozado siempre de un apoyo masivo. Está dirigido por una clase social, la burguesía, que lo ha dotado de sus señas de identidad, expresadas en lo que hasta hace poco se llamó “desconexión”, una expresión absurda donde las haya que, sin embargo, generó entusiasmo popular. Es algo tan sencillo que muchos creyeron que eso se podía lograr con gestos puramente simbólicos, casi por las buenas, sin echar toda la carne en el asador.
Al principio del placer le sucedió el de realidad, la cruda realidad. Desde el Estado central Catalunya no ha recibido siempre más que desprecios e insultos, al más puro estilo imperial que trata de preservar los últimos restos en los que antes no se ponía el sol. Este Estado ganó una guerra en 1939 y no cede ni negocia nunca con nadie.
No es algo propio de un gobierno, ni de un partido, ni de otro; es algo consustancial al Estado surgido en 1939, impuesto a sangre y fuego, que sólo admite la capitulación del contrario.
Cualquier otra cosa la interpreta como en el “procès”: como un “desafío”, un pulso que tiene que ganar de la manera que sea porque, a diferencia de los catalanes, el Estado sí lo tiene claro: él sí va a poner toda la carne en el asador.
2. Represión
Da lo mismo que las reivindicaciones sean pacíficas o violentas. Por eso los antidisturbios están resentes en todas las manifestaciones antes de que empiecen. De esa manera el Estado muestra su poderío, una absoluta disparidad de fuerzas que empieza siempre por un alarde de medios intimidatorios (cascos, escudos, porras) seguido del empleo de los mismos.
La reivindicación nacional pasó inmediatamente a un segundo plano frente a la represión y a la brutalidad, hasta tal punto que se volvió en contra de sus patrocinadores, que se pusieron en evidencia a sí mismos como lo que son realmente, a los ojos de todos, pero especialmente los catalanes, que han perdido definitivamente la inocencia de que venían haciendo gala.
La invasión puso las cosas en su sitio. Demostró que Catalunya no es el problema; el problema es España, un tipo de Estado burgués muy característico que fabrica independentistas todos los días sin necesidad de que en las escuelas de Catalunya “adoctrinen” a los niños contra nadie.
Al contemplar las cabezas abiertas de los catalanes, algunos se alarmaron porque hasta entonces creyeron que aquello no era más que un juego. Propusieron algo complemente antinatural después de que en una pelea te hayan machacado: había que “hablar”. ¿Acaso nadie intentó “hablar” antes de la pelea?, ¿era mejor hacerlo después?, ¿cuál es el tema de la conversación?
“Dos no hablan si uno no quiere” y hasta ahora este último ha dejado bien claro que no tiene nada de qué hablar (seguramente porque no sabe hablar).
3. Depresión
Un movimiento popular, por amplio que sea, no se basta a sí mismo. Necesita dos cosas más, organización y dirección, sin las cuales es como las burbujas del cava, que desaparecen a los pocos minutos. Catalunya no tiene ninguna de ambas cosas y hasta que no se dote de ellas no podrá lograr sus reivindicaciones nacionales.
Por el contrario, a cada paso el movimiento nacional ha puesto sus esperanzas en una fuerza social, la burguesía, que no puede representarle, así como en medios institucionales que no son los suyos.
Ahora mismo la burguesía catalana sólo está dispuesta a llevar la batalla en los términos en los que la ha planteado, como una colección de gestos, declaraciones y símbolos que ni siquiera son inequívocos.
Es lógico que tras la euforia llegue la resaca y se hable de “traición”, como en la transición. Pero para que te traicionen tienes que depositar tu confianza en alguien que haya demostrado que se la merece.
Afortunadamente, la lucha por las legítimas reivindicaciones de Catalunya no es un acto, como muchos habían creído, sino un “procès” del que sólo hemos conocido los primeros pasos y que será largo.