(En realidad, cuarenta y dos). En agosto de este año, 2014, se cumplirán cuarenta de la dimisión del presidente Richard Nixon de los EE. UU. como consecuencia de lo que dio en llamarse «Caso Watergate», un hotel con oficinas y apartamentos donde se ubicaba el cuartel general del Partido Demócrata opositor a Nixon en 1972, año de elecciones que, por cierto, Nixon ganara barriendo a George McGovern, revalidando su mandato de 1969.
En la noche del 17 de junio de 1972, un guardia de seguridad del complejo de edificios Watergate, a orillas del Potomac en Washington, advirtió la presencia de alguien husmeando por allí saltándose los controles de seguridad. Llamó a la policía que detuvo a cinco hombres dentro de la oficina del Comité Nacional del Partido Demócrata. Los cinco -luego dos más, siete- fueron acusados de haber entrado en la oficina para robar (sic) documentos, pinchar teléfonos e instalar escuchas electrónicas, esto es, labor de «fontanería», como se dijo entonces. En 1973 fueron juzgados y sentenciados a penas irrisorias de cárcel no superiores a los cinco años. Comenzaron las dimisiones en cadena de los colaboradores más directos del presidente Nixon que amenazaba -comités y comisiones- con interponer un «impeachment» al presidente, es decir, un proceso para incapacitar a Nixon para ejercer la Presidencia.
Resumiendo, Nixon, acorralado, cociéndose en su sarta de mentiras, reconoció haber tratado de encubrir los hechos relacionados con la ilegal entrada en la oficina demócrata en el Watergate y entregar unas cintas grabadas en el Despacho Oval -donde se reúnen los «halcones» con el Presidente-, reclamadas por el Senado norteamericano y que recibió con alguna (cinta) borrada en parte (18 minutos) sin que se sepa qué contenía hasta hoy. Nixon, tramposo paranoico y mentiroso compulsivo. primero quiso entregar unas cintas a fiscales y procuradores previamente «cepilladas», que diría el trilero Alfonso Guerra, y, como no le salió esta jugada, las entrega al Senado, pero «a su manera», my way, que cantara Sinatra. Así y todo, viéndose perdido, presenta su dimisión en la tarde del 8 de agosto de 1974. Su vicepresidente, Gerald Ford -experto en caerse bajando las escalerillas de los aviones-, le sucedió inmediatamente al día siguiente. Lo primero que hizo Ford (quien, por cierto, formara parte de la «Comisión Warren» que dictaminó que a Kennedy lo mató una sola persona, Oswald, y punto pelota) fue indultar -perdonar- a Nixon evitando, así, su incapacitación y deteniendo cualquier procedimiento judicial contra él. Así se las ponían a Fernando VII, el rey felón.
Dice la leyenda que de no ser por dos periodistas del Washington Post -un periódico que presume de ser «local», es decir, del «Este» y no de tirada «estatal» como el New York Times o el Wall Street Journal-, Carl Bernstein y Bob Woodward, Nixon se hubiera ido de rositas. Es posible. Nixon lo creía así. Pero se supone que gracias a sus investigaciones (entonces existía el «periodismo de investigación» de raigambre puramente norteamericana como también el amarillista) y a la fuente secreta que les informaba -sobre todo a Woodward, el Robert Redford de la película «Todos los hombres del Presidente» (Alan J. Pakula, 1976), hombre relacionado con la inteligencia naval antes de ser periodista, algo de lo que jamás habla- , la «Garganta Profunda» que resultó ser -eso dijeron en 2005 en la revista «Vanity Fair»– un director adjunto del FBI, Mark Felt, bajo la presidencia de Nixon. Felt y Woodward se conocían ya antes de esta movida.
La moraleja que se quiso transmitir al mundo («libre», por supuesto) fue que las democracias (occidentales, burguesas) se refuerzan a base de lavar sus trapos sucios. Y, si no los hubiera, no habría democracia. Y es que la corrupción, por ejemplo, es la piedra de toque de una democracia. A mayor corrupción, mayor democracia, siempre que, ojo, destapes algún chanchullo por ahí y de vez en cuando. Y si te cargas al Presidente del Imperio pues no veas: democracia de cojones.
A Nixon no le echaron por mentir ni por hacer cosas malas: ¡¡le echaron por hacerlas mal!! Por manazas, por soberbio, por abusón. De hecho, los «fontaneros» ya habían entrado en mayo de 1972, sin ser pillados, en Watergate. ¿Se sabía esto entonces y no se dijo nada? ¿O tuvo que ser el azar de un guarda de seguridad que los pilló y llamó a la policía y desbarató todo? No nos creemos nada. Y menos después de lo que han sido capaces de hacer con el autoatentado de las Torres Gemelas el 11-S. O Kennedy. O tanta falsa bandera…