Juan Manuel Olarieta
Un desarrollo capitalista ligado al terrorismo de Estado
Donde hay continuidad hay también ruptura. En España el punto de ruptura del pasado con el futuro se situó en la década de los sesenta del siglo pasado, cuando tras el Plan de Estabilización de 1959 el país transformó su economía en capitalismo monopolista de Estado. Desde entonces no hay aquí nada cualitativamente diferente de cualquier otro país capitalista desarrolado, es decir, que no se puede desarrollar más de lo que ya lo está, que no hay una etapa ulterior a esa, por lo que cualquier avance sólo puede ser hacia el socialismo. En este sentido no hay ninguna revolución burguesa que llevar a cabo. La crisis económica actual no ha hecho más que reforzar la evidencia de que en España el capitalismo ha agotado todas sus reservas. El futuro está única y exclusivamente en el socialismo y un programa revolucionario así deberá indicarlo.
Ahora bien, a diferencia de otros países, en España el desarrollo capitalista ha estado ligado al terrorismo de Estado, intensificado desde 1939 bajo las más crueles formas. La transformación económica se produjo sin modificar la naturaleza fascista del Estado. La realidad volvía a presentarse «impura», ambigua y confusa: la persistencia del fascismo, ¿no era un índice del atraso de España?, ¿cómo se congraciaba ese atraso con la modernidad monopolista? El debate volvió a reanudarse con nuevos adornos, propios del momento. Donde unos semirrevolucionarios veían la botella medio llena, los otros la veían medio vacía, manifestándose las primeras rupturas dentro del movimiento comunista. Una primera corriente, directamente heredera del PCE, relaciona la pervivencia del fascismo en España con el atraso, hasta el punto de calificar la situación de «colonial» o dependiente del imperialismo, poniendo en primer plano el programa mínimo y la necesidad de una revolución democrático burguesa. La otra sólo tiene en cuenta la condición monopolista, por lo que reivindica la necesidad inmediata de una revolución socialista sin tener en cuenta el carácter fascista del Estado.
La transición puso a prueba ambas concepciones y demostró que la primera de ellas era ampliamente dominante, es decir, que el revisionismo sigue siendo la tendencia más fuerte dentro del movimiento comunista, particularmente, en España, contribuyendo así a reforzar el relato hegemónico que hoy siguen transmitiendo los medios de comunicación: existió una transición política en España durante la cual el fascismo se convirtió en una democracia burguesa. Con el tiempo la argumentación reformista ha contribuido luego a alimentar a su contraria, al izquierdismo, que desarrolla exactamente la misma argumentación justo en el punto en el que los anteriores la abandonan: dado que actualmente España es un país democrático burgués, la revolución sólo puede ser de naturaleza socialista. Como suele ocurrir, aquí y ahora los izquierdistas no son nada diferente de los reformistas; el discurso de ambos es sustancialmente el mismo y se corresponde exactamente con el discurso fascista hegemónico.
El error de ambas corrientes se puede comprobar tanto en la década de los sesenta, con la transición económica, como en los setenta, con la transición política y empieza por un equívoco, otro más que hay que añadir a la lista. Dicho equívoco se origina porque minimiza la capacidad de las masas, incluso en ausencia de una vanguardia revolucionaria, para poner contra las cuerdas a la burguesia y a su Estado, cualquiera que sea su naturaleza, y obtener importantes victorias parciales. Incuso a veces esas conquistas son tan importantes que es posible calificarlas como «revoluciones». Pero en absoluto es el caso de la tansición en España, una etapa en la que el proletariado obtuvo indudables conquistas que no alteraron la naturaleza del Estado.
No se deberían confundir los avances populares alcanzados durante la transición con un cambio de régimen político y no basta hablar sólo de los avances si, al mismo tiempo, no se habla de lo que jamás se logró conquistar, de lo que quedó pendiente, una herida imposible de cicatrizar que se manifiesta hasta en los detalles. Por ejemplo, algunas familias de los antifascistas asesinados (Grimau, Ruano Casanova, Puig Antich, Xose Humberto Baena) emprendieron acciones legales para rehabilitar su memoria. Nada hubiera resultado más fácil en un Estado democrático que, incluso, no hubiera debido exigir el inicio de ninguna reclamación judicial: hubiera debido hacerlo por sí mismo, declarando solemnemente su gratitud hacia los antifascistas caídos en la lucha por la democracia, e incluso poner sus nombres a las calles. Resulta muy ilustrativo constatar que París y muchas ciudades de Francia tienen nombres de calles dedicadas a Julián Grimau y en toda España no haya ninguna. Pero es una ingenuidad esperar que la legalidad fascista rehabilite jamás la memoria de los antifascistas. Eso sólo ocurrirá en ese Estado democrático a conquistar en un futuro próximo.
Los fascistas emprendieron la transición a regañadientes; se vieron obligados a introducir algunos cambios en contra de su voluntad para evitar males mayores y apuntalar su vetusto edificio. No decretaron ninguna amnistía sino que pusieron en libertad a algunos presos políticos a golpe de huelgas, manifestaciones y protestas que costaron tantas vidas como presos salieron a la calle y, como siempre, junto a los que salieron es necesario recordar a quienes no salieron nunca, lo que ha traído como consecuencia que desde 1939 no es posible encontrar un solo día en el que no haya habido presos políticos. La existencia actual de presos políticos plantea, además, un dilema obvio, tantas veces escuchado: si España es un país democrático, ¿cómo es posible que haya presos políticos?, y al revés, si hay presos políticos, ¿como es posible hablar de democracia en España?
Se va generalizando la convicción de que, más que una transición, lo que se produjo en los setenta fue una «traición» en toda regla: la incorporación de los reformistas a la legalidad fascista. Fue la esencia de aquel momento, el verdadero cambio: la transformación del reformismo en colaboracionismo. Nada hubieran logrado los fascistas sin la aportación de los reformistas, que pusieron la nota de color al cambio de fachada, las payasadas electorales, las procesiones pactadas y esa palabrería vacía a la que llaman «libertad de expresión». Los fascistas y los refomistas se necesitaban mutuamente. El reformismo necesitaba que algo cambiara para justificar su colaboración y bastó un retoque puramente cosmético para que se instalaran en las butacas más cómodas del régimen. Pero hubo una notable diferencia entre ambos: mientras los reformistas sólo se justificaban, los fascistas se sucedían a sí mismos.
El tiempo pone a cada cual en su sitio. A pesar de que en 1977, en el colmo del colaboracionismo, el PCE convirtió a la bandera fascista en su enseña propia, en las manifiestaciones lo que aparecen hoy son las republicanas. También se intenta recuperar la memoria histórica y cada año la convocatoria del 20 de noviembre en Madrid no recuerda la muerte sino la resurrección de Franco y su elevación a los altares. En fin, el movimiento práctico de las masas aquí y ahora lo que demuestra es que la Internacional Comunista tenía razón una vez más: el fascismo trasciende a los cambios cosméticos y de gobierno; no sólo ha pervivido sino que ahora mismo se apresta a eliminar los últimos residuos de las concesiones que se vio obligado a hacer durante la transición. El fascismo vuelve por sus fueros y pone en el orden del día la necesidad de la libertad, la democracia y los derechos más elementales, que en nuestro país se resumen en la consigna de la República.