El 28 de agosto de 1945, pocos días después de la rendición del Japón, las tropas aliadas compuestas por soldados estadounidenses y australianos desembarcaron en el archipiélago. Lo que siguió fue un infierno para los civiles japoneses, detallado por A.B. Abrams en un libro que publicó a finales del año pasado (*).
Los ejércitos de ocupación reclutaron mujeres para trabajar a los burdeles, pero eso no impidió horribles violaciones y asesinatos en masa de las japonesas, además de otros crímenes, como los robos, en vandalismo, los asaltos e incendios.
Los primeros crímenes comenzaron a las pocas horas de que las unidades de avanzada desembarcaron. Cuando la prensa aún no estaba sometida a la censurada del gobierno militar de Estados Unidos los crímenes fueron ampliamente difundidos.
Cuando los paracaidistas estadounidenses aterrizaron en Sapporo, se produjo una orgía de saqueos, violencia sexual y peleas de borrachos. Las violaciones en grupo y otras atrocidades sexuales no eran infrecuentes. Los tribunales militares detuvieron a relativamente pocos soldados por sus delitos y condenaron a un número aún menor, y la restitución para las víctimas de saqueo fue poco frecuente.
Por el contrario, los intentos japoneses de defenderse fueron severamente castigados. En sus memorias el general Eichberger registra uno de esos casos, cuando los vecinos formaron un grupo de autodefensa y tomaron represalias contra los soldados fuera de servicio. El Octavo Ejército ordenó el despliegue de vehículos blindados en las calles y detuvo a los dirigentes del grupo, que fueron condenados a largas penas de prisión.
En abril de 1946 soldados estadounidenses llegaron en tres camiones e invadieron el hospital de Nakamura en el distrito de Omori. Los soldados violaron a más de 40 pacientes y 37 mujeres del personal. Una mujer que había dado a luz sólo dos días antes vio a su hijo arrojado al suelo y asesinado, y luego también fue violada. Los pacientes varones, tratando de proteger a las mujeres, fueron asesinados.
La semana siguiente, docenas de militares estadounidenses cortaron las líneas telefónicas de un edificio en Nagoya y violaron a todas las mujeres que pudieron capturar allí, incluyendo niñas de diez años y mujeres de cincuenta y cinco.
Tan pronto como las tropas australianas llegaron a Kure a principios de 1946, los soldados arrastraron a las jóvenes en sus jeeps, las llevaron a la montaña y las violaron durante días enteros. Ese comportamiento era común, pero los informes sobre actividades delictivas de las fuerzas de ocupación se censuraron rápidamente.
El oficial australiano Allan Clifton testificó sobre un caso de violación: “Estaba de pie junto a una cama en el hospital. Allí yacía una chica, inconsciente, con su largo pelo negro en un salvaje tumulto sobre la almohada. Un médico y dos enfermeras luchaban por revivirla. Una hora antes, había sido violada por veinte soldados. La encontramos donde la habían dejado, en un terreno baldío. El hospital estaba en Hiroshima. La chica era japonesa. Los soldados eran australianos. Los gritos y los gemidos habían cesado y ahora estaba tranquila. La tensión torturada de su cara había desaparecido y la suave piel marrón era lisa y no arrugada, manchada de lágrimas como la cara de un niño que se durmió llorando”.
Cuando fueron descubiertos, los soldados australianos que cometieron esos delitos en Japón fueron condenados a penas muy leves. Incluso éstas fueron reducidas o anuladas con mayor frecuencia por los tribunales australianos. El propio Clifton relató un hecho de este tipo, cuando un tribunal australiano anuló una condena dictada por un consejo de guerra militar por “insuficiencia de pruebas”, a pesar de que el incidente contó con varios testigos.
Al igual que durante la guerra, el hecho de que no se denunciaran las violaciones en tiempos de paz debido a la vergüenza asociada a ellas en una sociedad tradicional y a la inacción de las autoridades, redujo significativamente las cifras. Para evitar que se intensifique el malestar hacia la ocupación militar, el mando de Estados Unidos implementó una estricta censura sobre los medios de comunicación. La mención de los crímenes cometidos por personal militar occidental contra civiles japoneses estaba estrictamente prohibida. Las fuerzas de ocupación emitieron códigos de prensa que prohibían la publicación de todos los informes contrarios “a los objetivos de la ocupación”.
Cuando, unas semanas después del comienzo de la ocupación, la prensa japonesa informó sobre la violación y el saqueo generalizados de los soldados estadounidenses, las fuerzas de ocupación reaccionaron rápidamente censurando todos los medios de comunicación e imponiendo una política de tolerancia cero contra la denuncia de esos delitos. No sólo la denuncia de los crímenes cometidos por las fuerzas occidentales, sino también cualquier crítica a las potencias aliadas occidentales estaba estrictamente prohibida durante el período de ocupación que duró más de seis años. Esto dejó al gobierno militar de Estados Unidos, la autoridad suprema del país, fuera de toda responsabilidad.
Lo que es particularmente notable sobre la censura impuesta bajo la ocupación es que se pretendía ocultar su propia existencia. Esto significaba que no sólo se prohibían estrictamente ciertos temas, sino que también se prohibía la mención de la censura. La censura de la ocupación era aún más exasperante que la censura militar japonesa porque insistía en que se ocultaran todos los rastros de la censura. La libertad de prensa era de hecho más restringida de lo que había sido en tiempos de guerra bajo el régimen imperial.
Si bien la brutalidad de los militares estadounidenses y australianos contra los civiles japoneses fue evidente durante la guerra e inmediatamente después de ella, no terminó con la ocupación. Desde entonces, Estados Unidos ha mantenido una importante presencia militar en el Japón y siguen cometiendo delitos, incluidas violaciones y asesinatos contra civiles japoneses.