Estamos en 1942, en plena ocupación de Francia por los nazis. Robert Klein es un marchante de arte que compra obras maestras a precios de ganga a los judíos que intentan huir de la deportación.
En medio de la guerra, del terror y de la persecución, Klein vive muy confortablemente y sólo tiene que preocuparse por sí mismo, por vivir cada dia mejor.
Hasta que una mañana aparece en la puerta de su casa un periódico destinado a los judíos marcados con la estrella amarilla y Klein descubre un homónimo que perturba su buena vida porque, además de judío, el otro señor Klein es miembro de la resistencia antifascista.
Klein hace lo que haría cualquier buen ciudadano: lo denuncia a la policía, e incluso va más allá; asume las funciones de policía y se pone a buscar al “otro señor Klein” para sacudirse el problema de encima y mostrarle a la policía que es un colaboracionista de corazón.
Sin embargo, el denunciante acaba siendo el denunciado. La Gestapo y la policía empiezan a seguirle los pasos. ¿Quién se esconde bajo ese tal señor Klein que denuncia a otro señor Klein?
Así comienza la película que Joseph Losey dirigió en 1976. Hay una mujer desnuda que tapa sus tetas ante un médico que debe diagnosticar su “grado de judaísmo”. En realidad no es un médico sino más bien un veterinario, uno de esos “científicos” de mirada fría y aséptica que tiene que justificar la deportación y, finalmente, la muerte. Sin motivos personales, ni morales, ni políticos, ni ideológicos… Pura y exclusivamente científico-médicos.
Es una película sobre la indiferencia humana ante el sufrimiento ajeno… que finalmente no resulta ser tan ajeno. Podía ser el tan repetido poema de Brecht, pero tras la cámara está Losey, director de otra película inquietante, “El sirviente”, donde los papeles se invierten al más puro estilo hegeliano: el esclavo acaba haciéndose el amo (y a la inversa).
En lugar de “Señor Klein”, en España la película la hubieran titulado “A todo cerdo le llega su San Martín”, pero en otros lares son más elegantes. Los cerdos se caracterizan precisamente por revolcarse en medio de la porquería, que es la nota diferencial de las sociedades capitalistas en donde, como el “Señor Klein” todos creen que la cosa no va con ellos. Primero fueron los terroristas, luego los catalanes, ahora los raperos…
La película es también una reflexión sobre la identidad, sobre lo que somos y lo que creemos ser. A cada paso debemos preguntarnos si somos judíos, terroristas o raperos. Es un debate a medio camino entre la sociedad y la biología, un tema bastante antiguo ya sobre el que se ha escrito una numerosa basura seudocientífica por parte de unos (sociólogos) y otros (biólogos).
El marchante integrado, estandarte del burgués, acaba marginado y desintegrado, algo coherente con una sociedad, como la francesa de 1942 que, lo mismo que la actual, está dominada por la sospecha, la delación, la intriga… En fin, una cloaca en la que sólo pueden vivir los cerdos.
Son sociedades en las que impera la policía, que es la que detiene a Klein en París cuando se estaba buscando a sí mismo. Le sorprenden en compañía de los mismos judíos de los que se había aprovechado antes y todos ellos acaban en los trenes que conducen a Auschwitz.
Los guionistas de la película, entre los que estaba el griego Costa Gavras, tomaron el nombre de Klein de un personaje real, entrevistado por Marcel Ophüls, para su excelente y polémico documental de 1969 “Le Chagrin et La Pitié” acerca de un tabú francés: la colaboración de la población con los ocupantes nazis, el mismo argumento que la película “Lacombe Lucien” de Louis Malle reprodujo en 1974.
Aquel personaje se llamaba Marius Klein. Era un comerciante alsaciano que, para evitar ser confundido con un judío a causa de su apellido, publicó anuncios en la prensa, dejando muy claro que era francés de pura cepa, aceptando así, sin cuestionar en absoluto, la ocupción nazi.
Todo tiene un por qué; hasta las películas se cuecen en las peores pesadillas y conducen a otras pesadillas aún peores. Losey fue un cineasta estadounidense que se refugió en Europa a causa de la Caza de Brujas en Hollywood. Huyó de una pocilga para retratar otra.
El destino de todos los Klein es Auschwitz. “Quién soy yo para vivir bien”, es la pregunta con la que acaba la película.