Las elucubraciones sobre el destino de la sociedad capitalista, tienen reducido impacto en la vida diaria y el análisis que la izquierda está haciendo. La psicología humana está siendo programada para ser tan cortoplacista que difícilmente podemos concentramos por mucho tiempo en problemas que superan un horizonte temporal relativamente corto, hasta que es demasiado tarde.
El Club de Roma, uno de los think tanks más renombrados a la hora de forjar “los límites del crecimiento” y la posible idea de la supresión de una parte de la humanidad, fracasó teóricamente en sus intentos de difundir una ideología eugenésica.
La premisa del Club de Roma es que el crecimiento económico del capitalismo tiene un límite: el aumento demográfico y el riesgo del mismo para la estabilidad económica y financiera. De hecho, a día de hoy, el Fondo Monetario Internacional acaba de recomendar que los confinamientos duros son “soluciones eficaces” para “reactivar la economía”.
Cualquier trabajador o trabajadora afectado por un ERTE o por el cierre de su empresa sabrá, sin género de dudas, lo que supone los confinamientos para la vida de la gente. Lo que supone para la salud en general; o lo que supone para la clase obrera que vive hacinada en alojamientos precarios.
El Club de Roma ha sido siempre un vanidoso defensor de su amplitud de mira y de su preocupación por un futuro lejano, pero lo cierto es que ninguna de sus premisas para adoptar medidas de excepción a la población mundial se ha cumplido, a pesar de sus “buenos propósitos”. Ni las reservas de carbón o petróleo se han agotado, ni la población ha disminuido y las llamadas “industrias contaminantes” siguen siendo igual de contaminantes. El problema es que ninguna de las premisas del Club de Roma tienen por qué ser reales; pueden ser inventadas o simplemente pueden ser un servicio a la idea de que la progresión demográfica puede poner en peligro la posición dominante del capital mundial.
No es la primera vez que esto ocurre. A mediados del S. XIX, el economista William Stanley Jevons, ante la necesidad del Imperio Británico de apropiarse de las grandes reservas mundiales de carbón para el desarrollo de su industria, predijo la inminencia de una penuria de este recurso. Ciento cincuenta años más tarde, después de un progreso en el consumo, el mundo posee reservas probadas de carbón para los próximos 145 años. El problema no es que la premisa sea falsa; sino de las consecuencias que tiene adoptar decisiones en base a esta premisa.
Lo mismo ha ocurrido, de manera manida y recurrente, con el petróleo, a pesar de que, a modo de ejemplo, la propia OPEP calcula en público que existen en el mundo reservas probadas por más de 100 años.
La premisa del “agotamiento” obvia que no sólo se descubren constantemente nuevas reservas de recursos tradicionales: la tecnología aporta recursos totalmente nuevos o métodos inéditos para utilizar los antiguos, como el caucho sintético o la bauxita, recordaba en los años 60 el recientemente fallecido Wilfred Beckerman, en su “Requisitoria contra el Club de Roma”.
En abril de 1972, Georges Marchais, Secretario General del Partido Comunista Francés, reveló la existencia del llamado “Plan Mansholt” durante una conferencia de prensa dada por los grupos parlamentarios comunistas.
Sicco Mansholt, holandés, acababa de elevarse a la presidencia de la Comisión Europea, y el citado plan consistía en un memorando por el que establecía que los gobiernos de los países capitalistas no eran ya capaces de “asegurar una expansión estable de sus economías” y que existían ya “todos los elementos de una nueva crisis”. ¿Le suena al lector esta cantinela?.
Afirmaba que el problema clave era el excedente de población y el exceso de consumo individual. Explicaba que la única solución residía en una política malthusiana a ultranza, de la que habría de ser instrumento lo que después se llamó la Unión Europea, y teniendo por objeto un “equilibrio ecológico” con un crecimiento cero de producción y una drástica reducción del consumo. En aquella ocasión, y a diferencia de la actualidad, los parlamentarios comunistas denunciaron este plan como un plan eugenésico donde la potencial víctima, en caso de ejecución, sería la clase obrera.
Mansholt basaba estas conclusiones en las que previamente había elaborado el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) que afirmaba que “en caso de que no se produzca ningún cambio en nuestro sistema actual, la expansión demográfica y la expansión económica se detendrán durante el siglo próximo como máximo” y luego, hacia el año 2100, la humanidad se encontrará al borde de la catástrofe. Concluían que, para evitarlo, había que cambiar el sistema de crecimiento demográfico e industrial y detener, o por lo menos regular, el crecimiento del consumo. Estas afirmaciones, realizadas en 1972, permiten entender la sorprendente recomendación del FMI en 2020.
En aquél momento, las conclusiones del libro de Dennis Meadow “Los límites del crecimiento”, se utilizaron para justificar ideológicamente las acciones políticas, sociales y económicas contra las reivindicaciones vitales de los trabajadores, en lo que viene a ser un guión calcado de las consecuencias de la «pandemia» declarada por la OMS y seguida a pies juntillas por el gobierno español, así como la llamada “izquierda alternativa”.
So pretexto de luchar contra las funestas consecuencias de una pandemia cada vez más discutida, se aplica y se intensifica la política de ofensiva contra el nivel de vida de los trabajadores; prácticamente todas las ofensivas reaccionarias que esperaban en un cajón ser desempolvadas han sido puestas en agenda por el llamado “gobierno progresista”: pensiones, vivienda, transformación del mundo del trabajo, reducción drástica del poder adquisitivo, etc. Ha tomado la forma de presupuesto de austeridad y otras medidas “anti crisis” y ha sido emparejada con campañas demagógicas prometiendo a la población desesperada la creación de 800.000 puestos de trabajo.
Es extraordinariamente gráfico observar cómo mientras manifestantes piden como zombies dimisiones de cargos del PP (cuando les reprime la policía del PSOE) y los grupos fascistas exigen estrambóticamente “la persecución del comunismo gobernante”, la fortuna de las 23 familias más ricas de España crece exponencialmente durante el confinamiento.
Según la revista Forbes, desde el 18 de marzo, Amancio Ortega es 8.651 millones más rico, el patrimonio bursátil del presidente de Ferrovial, Rafael del Pino, ha crecido un 40%; el de Florentino Pérez, un 41,6%, y el de Miguel Fluxà Rosselló, dueño de Iberostar, un 50%.
Inditex ha conseguido con el coronavirus reestructurar sin oposición sindical la malograda cadena de tiendas y reformularla y adaptarla a la venta online. Ferrovial hace caja con el mantenimiento de las autopistas y según previsiones de Bankinter, ésta empresa tendría ya cerrados contratos para 2021 en materia de obra pública que va a suponer “una rápida recuperación de los resultados”, ya que el negocio de las autopistas supone el 80% de su caja. El dueño de Iberostar, a pesar de la ruina del sector turístico y del fin del modelo “low cost” ha reorganizado sus inversiones rentabilizando su participación en “Jefferies International”, un banco de inversión experto en demoliciones controladas de empresas.
Mientras la sociedad está distraída con una alarma sanitaria inexistente (las cuestionadas cifras de contagio no dan lugar a una declaración de pandemia), el subyacente de toda esta acción política encubre un trasfondo realmente criminal. Mientras la izquierda sigue en su inoperante “batalla” por la defensa de una sanidad pública cómplice de toda esta histeria, en las residencias de ancianos se sigue cometiendo un auténtico genocidio, en las empresas los trabajadores aceptan voluntariamente las restricciones de derechos, y los ricos se preparan para ser aún más ricos, y a ser posible, eliminando a una parte de la población.
El capital ha encontrado, con información manipulada sobre el virus, su oportunidad para reestructurar la sociedad mundial, suprimir las resistencias y convencer a las víctimas de la necesidad de su propia muerte en vida, en forma de confinamiento y drástica reducción de su calidad de vida. La consigna del Club de Roma de reducir, suprimir, eliminar está más vigente que nunca y sus efectos comienzan a notarse.
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