Todo esto está ocurriendo en un espacio muy breve de tiempo: desde el 11 de setiembre de 2001. Según un estudio sociológico, la frecuencia de uso de la palabra “radical” se ha multiplicado por cuatro desde entonces (*) pero, en especial, desde 2014, habiendo quedado asociada al islam y al terrorismo yihadista. Los cristianos no son radicales, ni se radicalizan tampoco, ni existe ningún riesgo de ello.
Ser un radical es pernicioso y radicalizarse aún peor, aunque eso es pura relatividad galileana: depende de quién lo valore, si bien normalmente son siempre los mismos, es decir, la caverna mediática. El referido estudio sociológico asegura que la prensa de derechas utiliza el término dos veces más que la de izquierdas.
Por lo tanto, la palabra “radical” tiene una carga peyorativa y se refiere a la manera en que los reaccionarios ven a sus oponentes progresistas. Ellos, la caverna, no es radical, ni se ha radicalizado nunca.
Ni siquiera el lenguaje es neutral. Se impone lo mismo que los impuestos o el servicio militar y pasa de los periódicos al Boletín Oficial del Estado, al lenguaje judicial, al sistema educativo, donde desempeña el mismo papel hipócrita y canallesco.
Pongamos el ejemplo de lo que se está empezando a llamar “el discurso del odio” que el Tribunal de Estrasburgo (y la Audiencia Nacional) utilizan como justificación para condenar por “enaltecimiento del terrorismo”, eliminando la libertad de expresión.
Cualquiera que analice cada una de las sentencias dictadas por ese motivo se dará cuenta de que no hay más que un único tipo de terrorismo y que el terrorismo de Estado, los crímenes de los GAL y las agresiones fascistas están completamente ausentes. La explicación es esa: los fascistas no se radicalizan, los Estados burgueses tampoco, ni los policías, ni los jueces…
Sin embargo, Francia vive en un estado de emergencia que ya se ha hecho permanente. En Reino Unido van a empezar a patrullar los policías con pistola. En Alemania preparan al ejército para que salga a la calle. En Austria amplían las facultades de la policía frente a los ciudadanos…
Pero eso no supone ninguna radicalización, algo que sólo concierne, en exclusiva, a las fuerzas progresistas y al islam, para lo cual en 2014 el gobierno francés aprobó un plan con la excusa de la radicalización pero que, en realidad, va dirigido contra las reivindicaciones populares y los sectores marginados de la sociedad, una parte de los cuales son magrebíes de la segunda generación, a los que se les atribuye la condición maldita de islamistas, tanto si lo son como si no.
Como en el caso del terrorismo, ese tipo de represión se justifica por sí misma. ¿Quién puede estar hoy en contra de la lucha contra la radicalización, del tipo que sea? Nadie porque ser radical es malo. Es casi como ser violento, fanático, extremista, terrorista.
¿Por qué se radicaliza la juventud? No por la miseria, el paro, la represión, la arbitrariedad, el desprecio y la humillación. No. Lo que pasa es que los jóvenes están abducidos por las redes sociales, los foros y las webs radicales. Eso se soluciona con la consabida censura: se cierran unas páginas y se impide el acceso a otras.
Una vez suprimida la libertad de expresión, volveremos otra vez al Nirvana. En lugar de leer páginas radicales, los jóvenes leerán la prensa deportiva, los sitios de coches de lujo, de Justin Bieber, de viajes… Nadie les contará que en una remota Antigüedad existían partidos radicales que hacían gala de republicanismo y de laicidad. Ahora es al revés: el republicanismo y la laicidad se utilizan contra los radicales.
Pero nunca oiremos a nadie decir que los recortes sociales se han radicalizado, por ejemplo. Los que se radicalizan son los demás.
(*) Caroline Guibet Lafaye y Pierre Brochard, La radicalisation vue par la presse: fluctuation d’une représentation, Bulletin de Méthodologie Sociologique, 2016, 130 (1), pgs. 1-24.
Excelente.