Pulso en Bélgica tras la gigantesca manifestación contra los recortes

 

El martes una multitud volvió a invadir las calles de Bruselas. Los aviones no pudieron despegar ni llegar a los aeropuertos, las escuelas permanecieron cerradas, los negocios paralizados y el transporte público también. Solo funcionaron los trenes, cuyo tráfico aumentó para transportar a los manifestantes a la capital. Fueron más numerosos esta vez que en movilizaciones anteriores. Los cálculos hablan de bastantes más de 100.000.

Ha habido numerosas movilizaciones, huelgas y manifestaciones desde la formación del nuevo gobierno hace nueve meses. Su programa no pretendió engañar a los trabajadores en activo, los parados, los pensionistas, los solicitantes de asilo, los servicios públicos, la educación, la cultura y la sanidad, por no hablar de la duplicación del gasto militar. Para eso siempre hay dinero disponible. El gobierno quiere sumar 34.000 millones de euros adicionales al ejército, incluyendo la compra de más aviones F35.

Pero el martes, hubo algunos signos de que algo empieza a cambiar. No fue la típica procesión aburrida, no se veían sonrisas, e incluso se produjeron “incidentes menores” y daños en la fachada del edificio de la Oficina de Inmigración porque los trabajadores empiezan a perder la paciencia. Al regresar de una visita a Estados Unidos, el ministro de Defensa, Theo Francken, abogó por equipar a la policía con armas no letales y utilizar balas de goma contra los manifestantes en el futuro.

Las reducciones en las cotizaciones a la seguridad social para las personas con altos ingresos ilustran que todo sale siempre de los mismos bolsillos.

Mientras las calles estaban llenas, los escaños estaban vacíos porque la mayoría parlamentaria no había logrado un acuerdo sobre los presupuestos. El Primer Ministro, Bart de Wever, no perdió el tiempo en pronunciar su discurso ante la Cámara.

Como en toda Europa, las conquistas de la clase obrera se han erosionado en Bélgica durante casi medio siglo porque retrocedemos. Los partidos parlamentarios llaman a “adaptarse a los nuevos tiempos”. No quieren más convenios colectivos; es la ley de la junga: que cada cual se las apañe como pueda. Los primeros afectados son los sindicatos que acabarán reducidos a la nada. Mientras, cada vez hay más trabajadores que han llegado a su límite de aguante.

Pero aún quedan ilusiones por consumir, sobre todo las de aquellos que creen que es culpa de este gobierno y que hace falta otro distinto. Otros dicen que no es culpa del gobierno sino de las decisiones que aprueba.

Sin embargo, en Europa todo va en la misma línea, sea cual sea el país y sea cual sea la coalición de gobierno. La política es el rearme y los recortes, para llevar el dinero a las fábricas militares, no sólo contra Rusia sino contra la clase obrera propia. Encima de la mesa del Parlamento hay un proyecto de ley para prohibir las organizaciones radicales.

Pero eso es sólo el chocolate del loro. El primer ministro Bart de Wever y otros ocho jefes de Estado europeos, han publicado una carta que cuestiona la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo sobre emigración.

Thierry Bodson, presidente de la FGTB, un sindicato socialdemócrata, ha dicho que la lucha contra los planes económicos del gobierno no es de un día ni de un año, sino de “toda una generación que se niega a ver destruido en seis meses lo que nuestros padres y abuelos tardaron tanto en construir”.


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