A causa de ello, los cuarteles se despueblan, las condiciones para entrar se relajan y la tropa se llena de delincuentes, drogadictos y psicópatas. En realidad los que sirven a “la patria” no pertenecen a ella sino que son “espaldas mojadas”, esos emigrantes latinoamericanos tan despreciados que han cruzado Río Grande para buscarse la vida y… los papeles, es decir, dejar una nacionalidad para tomar otra, la de Estados Unidos. Quizá creen que así dejarán de despreciarles y se convertirán en ciudadanos honorables. Un craso error.
Nadie mejor que el Pentágono sabe que los mercenarios que sirven en sus filas son carne de cañón, mercancía de usar y tirar. Lo que sale de la cloaca ha devolver a ella: al sur de Río Grande.
En un país que desde 1945 vive y muere de la guerra, como Estados Unidos, los veteranos son una institución, todo un sector social. El sábado un grupo de ellos celebró en la frontera su Día, el Día del Veterano, en Ciudad Juárez. Eran unos 300 que, a pesar de haber sido expulsados de Estados Unidos, cumplen puntualmente con un ritual: el de honrar a quienes como ellos sirvieron lealmente al ejército de Estados Unidos en toda clase de guerras imperialistas.
Ese mismo país al que sirvieron y que no es el suyo los utilizó, luego les condenó como criminales y finalmente les expulsó a su lugar de origen sin tener en cuenta sus años de servicio y servilismo. Algunos estuvieron en Irak y hasta en la guerra de Vietnam. Se unieron a las filas del ejército estadounidense porque les aseguraba un permiso de residencia y, naturalmente, una soldada.
Las estimaciones calculan que hay unos 11.000 inmigrantes no ciudadanos sirviendo en el ejército de Estados Unidos, esperanzados en la posibilidad de obtener la ciudadanía durante o inmediatamente después de su servicio. Pero no todos la consiguen. Según un informe de la Asociación Americana de Libertades Civiles publicado el año pasado, hay más de 300.000 veteranos no nacidos en el país que viven en Estados Unidos, de los cuales cerca de 97.000 no tienen la ciudadanía y pueden ser deportados.
Al regresar de sus expediciones militares, la carne de cañón echa raíces e incluso tiene descendencia nacida en Estados Unidos. Pero os mercenarios resultan más baratos si acaban en el banquillo. Les condenan por cometer algún delito y tras cumplir sus penas en la cárcel son deportados a México y pierden su pensión su derecho a la atención médica.
Acompañados de sus familiares, el sábado celebraron incluso una breve ceremonia de honores a la bandera estadounidense y posteriormente repartieron panfletos con su triste biografía a los automóviles que hacían fila para cruzar el puesto fronterizo, entre Ciudad Juárez y El Paso, Texas. En las octavillas reclamaban asistencia médica como compensación por los años de servicio en el ejército.
“Nosotros servimos a un país que nos defraudó”, lamenta José Francisco López Moreno, de 64 años que combatió en Vietnam y fue deportado en 2004 a México. “Es muy injusto. Nos separaron de nuestras familias y estamos solos acá, sin ayuda médica, sin ayuda financiera y sin ninguna clase de ayuda, mientras todos los veteranos en Estados Unidos gozan de su pensión militar, de atención medica y de todos los servicios”, agregó el veterano.
La organización Casa de Apoyo a Veteranos Deportados de Juárez, que abrió en abril pasado en esta ciudad fronteriza para asistir quienes acaban de expulsar, calcula que en México hay cerca de 300 veteranos deportados, 28 de ellos en Ciudad Juárez. Varios de ellos fueron expulsados por posesión de drogas.
Los veteranos no tramitaron su ciudadanía porque creyeron, de manera errónea, que la obtendrían de manera automática tras enrolarse a filas. Sin embargo, a pesar a haber sido deportados, siguen amando a Estados Unidos, en donde crecieron. “De aquí hasta que muera yo, aunque muera de este lado, siempre va a seguir el amor a la bandera de Estados Unidos, esa era mi vida”, confesó Iván Ocón, quien en 2003 fue enviado a Irak, pero el año pasado terminó deportado a México.
Ocón asegura que cuando fue deportado se sintió “como si me hubieran dejado caer una casa arriba, encima o algo, porque es como un peso muy grande que te den la espalda después de eso”. Confiesa abiertamente su ingenuidad: “Uno piensa que no te van a deportar, porque fuiste parte de algo más grande, pero no, al último te echan de todos modos”.
Ahora dirige la casa de apoyo. “Que nos dejen regresar, eso es lo que le pedimos a Donald Trump, nosotros peleamos por su país”, dice. “Es muy triste, todo el tiempo que yo estuve triste en mi casa, esperándolo que regresara de la guerra y cuando volvió yo pensé que todo iba a estar bien y lo deportaron”, aseguró la madre de Iván, María Ocón Avalos.
Para Héctor Barajas, dirigente de la organización, fue “muy significativo” participar en el acto en la frontera. “Es lo más cercano que podemos llegar, estamos a unos metros de territorio americano”, dice. Ni siquiera sabe que México también es territorio americano.
Una de las demandas de estos veteranos deportados es que se les encuentre una vía que les facilite el acceso en Estados Unidos a la atención médica a la que tienen derecho por su tiempo en filas.
Refieren el caso de Jaime Orozco, un exsoldado de 57 años que participó en la Guerra de Corea y necesita atención médica que podría haber recibido en Estados Unidos si no hubiera sido deportado hace 12 años. Su hermano Manuel Orozco, que se unió en solidaridad con los excombatientes, dice que “necesita unos análisis, es algo grave, si no agarra esta operación se puede morir”.
En lo que va del año, dos delegaciones de congresistas estadounidenses han visitado en Tijuana, México, el centro que dirige Barajas a fin de oír sus historias y analizar iniciativas legislativas para que por lo menos conserven sus derechos sanitarios pese a estar fuera del país.
Héctor Barajas fue llevado a Estados Unidos cuando era un niño y en 1984 obtuvo el permiso de residencia. Cuando cumplió 18 años, se alistó en el ejército donde sirvió durante seis años. Salió del ejercito con honores en 2001, y luego fue condenado por disparar una pistola en un vehículo. Nadie resultó herido en el incidente y Héctor Barajas cumplió dos años de prisión. Sin embargo, fue deportado inmediatamente después de su liberación en 2004.
El día de la independencia de Estados Unidos lo celebró en la frontera de Tijuana. “El 4 de julio es una fiesta que celebramos en los Estados Unidos”, dijo el veterano deportado. “Donde yo estoy viviendo actualmente no cambia mi sentido de hogar, el patriotismo y mi lealtad”.
Héctor Barajas fundó la Casa de Apoyo a los Veteranos Deportados, también conocida como “The Bunker”, en Tijuana. Allí se proveen recursos básicos a los veteranos, encuentran compañía, comida y refugio temporal. También promueven cambios en la legislación estadounidense para detener la deportación a los antiguos mercenarios, que no tienen derecho a las compensaciones que les corresponderían si vivieran en los Estados Unidos, aunque tienen las mismas dificultades que los veteranos nacidos en Estados Unidos: quedar desempleados o padecer el síndrome de estrés postraumático.