En Europa a nadie le interesa recordar la destrucción de la antigua Yugoeslavia, la ingente cantidad de matanzas cometidas y la intervención en ellas de la Unión Europea, especialmente Alemania, y de la OTAN.
Tras la liquidación de Yugoeslavia, en 1992 a Radovan Karadzic le nombraron Presidente de la República Srpska, que entonces la prensa renombró como “República Serbia de Bosnia”. Algunos serbios, como Karadzic, creyeron que una vez que el mapa se dividió en pedazos, podían continuar dividiendo y subdiviéndolo en trozos cada vez más pequeños.
Lo mismo que Gadafi en Libia o Bashar Al-Assad en Siria, el imperialismo puso a los serbios la etiqueta de “malvados” y no les dio tregua en ninguno de los rincones: ni en Bosnia, ni en Croacia, ni en Montenegro… ni en Serbia.
No hace falta explicar que el flamante Tribunal, sus jueces y fiscales, son un rebaño de peleles con toga impuestos por los imperialistas después de bombardeos sobre la población con armas de uranio y que los primeros y principales criminales fueron matarifes como Javier Solana, entonces Secretario General de la OTAN.
Para no alargar la explicación, aquí hablaremos sólo de Karadzic, a quien dicho Tribunal condenó por todos los delitos de los que le acusaba el fiscal, excepto uno, que es justamente el que merece la pena analizar ahora. Se trata del genocidio cometido en siete municipios de Bosnia (Bratunac, Focha, Kljuc, Prijedor, Sanski Most, Vlasenica y Zvornik) que se debían sumar al más importante y conocido de todos los genocidios: el de Srebrenica.
En cualquier guerra es necesario el empleo de voces fuertes como “genocidio” u “holocausto” para justificar y edulcorar grandes matanzas y bombardeos como las de la OTAN. Pero uno de los crímenes de genocidio se cayó del cartel, no porque no hubiera un gran número de muertos sino porque no hay constancia de que Karadzic tuviera alguna participación en ellos.
En tales casos hay que preguntar que si Karadzic no fue, quién ordenó entonces los crímenes en masa que se cometieron. Pero también hay que deducir que si Karadzic no fue, entonces la OTAN bombardeó al bando equivocado y debió bombardear al bando contrario. Finalmente, la absolución de Karadzic en el genocidio de los siete municipios deja en el aire también la cuestión del gran genocidio de Srebrenica, del que recientemente se celebró un aniversario solemne.
Pero la gran matanza de Srebrenica es uno de esos tabúes históricos que casi todos los pueblos del mundo arrastran sobre su conciencia como si fuera su pecado original. En este caso la culpabilidad oficial recae sobre Serbia y ese tipo de imputaciones con membrete no se pueden borrar fácilmente, a no ser que el pecador, además de matar, quiera cometer un segundo pecado: no admitir que es el asesino.
Pues bien, Serbia aprobó recientemente un nuevo Código Penal entre cuyos delitos hay uno de esos que los historiadores de pacotilla califican como “negacionismo” y consiste en no admitir una verdad oficial, en este caso que en Srebrenica se cometió una gran matanza y que los culpables de ella son ellos mismos, los serbios.
Este tipo de delitos son delitos sobre delitos y cuando una verdad oficial se tiene que refrendar castigando al que afirma algo distinto, también hay gato encerrado. La verdad no necesita ningún Código Penal. Pero si la verdad necesita un Código Penal en Serbia, necesitará otro en Bosnia, y otro en Croacia, y otro en… en todas partes.
Ahora bien, ¿quién es el que necesita ese tipo de incriminaciones? Desde luego que no se trata de Serbia. La criminalización de los “negacionistas” de la matanza de Srebrenica es una imposición expresa de la Unión Europea para sacar al país del ostracismo en el que lo dejaron después de la guerra.
Por lo demás, aquella matanza es como las armas de destrucción masiva en Irak o los ataques químicos del ejército sirio en Jan Sheyjun. Lo que podemos y debemos decir sobre ella es lo siguiente: que fue utilizada por los imperialistas para liquidar los acuerdos de Dayton y con ellos, liquidar a la propia Serbia, un país agredido por el imperialismo que arrastra el estigma de los malditos como Estado “genocida” por más que los peleles del Tribunal Penal Internacional no se hayan atrevido a tanto.
Pero, ¿acaso eso importa a estas alturas de la historia?, ¿quién se acuerda ahora de este tipo de crímenes y matanzas? Los que siguen llorando.
Por cierto, casi se nos olvida. En su libro ‘Paz y castigo’ el portavoz del Tribunal, Florence Hartman, relata un incidente que pone de manifiesto la proximidad de los jueces y fiscales del Tribunal con los diferentes centros de inteligencia de las grandes potencias. Cuando al fiscal Jeffrey Nice algún periodista se atreve a preguntarse si iniciaría una acusación contra quienes ordenaron los bombardeos de la OTAN en 1999, responde:
‘Les aseguro que nosotros, la OTAN y los principales países occidentales somos los mismos que el Tribunal […] Les puedo asegurar que Louise Arbour [fiscal principal] sólo acusará a ciudadanos yugoeslavos y a ningún otro’.
Más datos a tener en cuenta que no podemos pasar por alto: no crean que un tipo de la calaña del fiscal Nice es un vulgar picapleitos. Se trata de un miembro veterano del MI6, el servicio secreto británico.
Lo mismo podemos decir de los demás jueces y fiscales, cuidadosamente seleccionados para la ocasión.