Juan García Oliver |
El cónsul de la Unión Soviética me indicó que mi solicitud de visado de tránsito no se tramitaba en el consulado, sino que la atendía personalmente la embajadora de los Soviets en Suecia, la camarada Alejandra Kollontai.
La embajada estaba en el mismo edificio, y se ascendía a ella por una amplia escalinata. Al final de la escalinata me estaba esperando una señora de porte distinguido y cabello canoso. Era Kollontai […]
Era una mujer inteligente, de sólida cultura. No hizo ninguna alusión a mi filiación anarquista. Solamente me dijo que le era muy grato saludar al que fue miembro del gobierno de la República española y al gran luchador revolucionario que yo había sido.
– Tengo el encargo –me dijo- de mi gobierno de saludarle y, por tratarse de un largo viaje a través de la Unión Soviética, expresarle la seguridad de que, en caso de cualquier situación conflictiva que se le pueda presentar los amigos estarán siempre dispuestos a ayudarle […]
Me pidió el pasaporte para ordenar que le extendieran el visado de tránsito. Como disponía del diplomático y del Främlingpass, le pregunté cuál sería preferible.
– Cualquiera de los dos; la Unión Soviética todavía reconoce a la República española. Sin embargo –dijo- acaso le convenga más el Främlingpass… Pero le visaremos los dos y usted use el que más le guste […]
– Vea usted camarada, tengo el encargo de interesarme por sus asuntos. Así que me dispensará si le pregunto cómo piensa salir de la Unión Soviética. En fin, para qué quiere usted el visado de tránsito.
– Tengo pensado ir a Vladivostock donde, al parecer, puede embarcarse para América.
– Ese es el asunto. Desde Vladivostock todos los que van a América, del norte o del sur, se dirigen al Japón, donde hay línea de vapores para todo el mundo. Pero usted camarada, creo que no debe correr el riesgo de ir al Japón, de donde podrían conceder su extradición a la España de Franco.
– Si no es por el Japón Fru Kollontai –le dije- ¿por dónde podría ir a América desde Vladivostock?
– Preste atención. El gobierno soviético tiene un contrato con algunos barcos de la Johnson’s Line, una compañía sueca […] Pero el contrato que tenemos con ella obliga a la Johnson’s Line a no admitir pasajeros, excepto los que autoriza el gobierno soviético […] Puede decirle usted que está autorizado por el gobierno soviético y que, en caso de duda, me hablen por teléfono.
– Veo que los amigos a que usted se refirió han pensado en todo. ¿Sabía usted que, en tanto que anarquista, me he opuesto a los comunistas en España?
– De usted, camarada Oliver, lo sabemos todo. Y es usted bienvenido entre nosotros. Que tenga buen viaje –me dijo al tiempo que me entregaba los dos pasaportes visados.
– Muchas gracias Fru Kollontai, a usted y al gobierno soviético […]
[Moscú, 19 de setiembre]
Desayuné y sali a la calle. Estuve tentado de preguntar si a un viajero en tránsito, como yo, le estaba permitido deambular por las calles. ¡Había oido y leído tanto sobre lo pemitido o no en la URSS! Me decidí a salir sin pedir la opinión de nadie.
Nadie me detuvo, nadie me preguntó a dónde iba, nadie me siguió. Estaba palpando cuán exageradas eran la noticias que circulaban sobre la vida en la Unión Soviética. El gobierno soviético sabía de mi llegada a Moscú y no me lo daba a entender. Ninguna insinuación de amistosa vigilancia ni de oficiosa benevolencia. Nada, como si yo no existiese. Los sovieticos sabían ser discretos.
Llegué a la Plaza Roja, con las murallas del Kremlin a la derecha, la tumba de Lenin casi en el centro y al fondo una bonita Iglesia de torres coronadas de cúpulas como cebollas.
La venstisca era molesta y no formé en la cola, ya larga, de visitantes de la tumba de Lenin. Anduve por varias calles y avenidas […]
– Me dijeron en Intourist que saldrían esta noche en el Transiberiano, rumbo a Vladivostock. Le deseo muy bien viaje. Ahora vamos por la calle Pedro Kropotkin un señor muy bueno para sus siervos, a los que repartió sus tierras antes de la revolución de octubre. Por eso se le recuerda con cariño […]
Pronto llegaron los otros pasajeros que ocuparían el compartimento. Eran tres militares, dos oficiales y un cabo. Después supe que pertenecían a la guarnición de Vladivostock. Cambiamos saludos y se sentaron. Se comportaban entre sí con verdadera camaradería. Sólo hablaban ruso: mi viaje prometía ser de lo más aburrido.
El tren se puso en marcha […] Sí pude observar que en cada estación se levanta sobre una base un busto de Stalin […]
[Vladivostock, 28 de setiembre]
Nos fuimos hacia el puerto. No pudimos penetrar en él. No era un puerto abierto y libre. Estaba amurallado, con muros de unos tres metros de altura. Donde llegamos había dos puertas, una muy grande y otra chiquita. Un papelito pegado decía en ruso: Prohibido pasar sin autorización de Inflota […]
No tenía más remedio que recurrir a las grandes resoluciones. Y me acordé de lo que dijera Kollontai: los amigos me ayudarían. Tenía que jugar aquella carta. No sabía a qué amigos se refería la camarada embajadora, ni cómo entrar en contacto con ellos. Pero seguro que existían. Kollontai no me lo dijo en respuesta a algo que yo le pidiera sino espontáneamente, como si se tratase de un ofrecimiento […]
Regresé aprisa al hotel, entré en la oficina de Intourist y al encargado de atender a los viajeros le dije:
– ¿Es usted el jefe de Intourist en Vladivostock?
– No, no lo soy, pero estoy facultado para atender a los viajeros
– Lo sé. Sin embargo, me urge muchísimo hablar con el jefe […]
Pasó como un cuarto de hora. El empleado me avisó de que el jefe me recibiría […]
Quería entrar en contacto con el capitán del buque antes de que zarpase.
– Comprendo muy bien su problema. Pero vea usted que no somos nosotros quienes lo hemos creado. Ni aquí ni en cualquier otra ciudad del mundo habría tiempo suficiente para resolverlo, de manera que usted, fulminantemente, lograse salir a las tres de la tarde.
Me miró como queriendo decir que nada especial podía hacer por mí. Insistí. Saqué del bolsillo el pasaporte diplomático de la República española, del que no había hecho todavía uso. Entregándoselo, le dije:
– Cuando en Estocolmo Alejandra Kollontai, la embajadora soviética, me lo entregó, me dijo que si me ocurriese cualquier contrariedad, podía estar seguro de que los amigos me ayudarían. Pues bien, eso es lo que deseo: que me ayuden los amigos.
Al escuchar el nombre de la señora Kollontai, el jefe de Intourist hizo una ligera inclinación de cabeza y se puso a leer el pasaporte. Cuando lo hubo hecho, me miró como si yo no fuese ya el viajero de Främlingpass, el apátrida.
– ¡Pasaporte diplomático de la República española! Me siento honrado de tenerle aquí. Espero que podamos resolver sus problemas.
Hizo por lo menos cinco llamadas telefónicas. Cuando terminó me dijo:
– Por nuestra parte todo resuelto favorablemente. Lo llevaremos enseguida con el capitán del barco para que pueda arreglarse con él. ¿Tiene usted el equipaje listo?
– Si, lo tengo listo. Se trata solamente de una maleta
– Tenemos dos automóviles para el servicio de los viajeros. Pero están fuera del hotel. Nos queda solamente un camión de carga ¿No tendrá inconveniente en ir montado junto al chófer?
– Ningún inconveniente.
– Pues recoja su equipaje. Lo acompañarán dos miembros de la seguridad. En mi nombre en el todas las autoridades de esta población, ¡que tenga usted buen viaje!
– Muchas gracias, a usted y a las autoridades soviéticas. Nunca olvidaré que, desde la camarada Alejandra Kollontai hasta usted, he gozado de la protección de los amigos […]
Llegamos a la puerta de entrada al puerto. El oficial de guardia no permitía que se diera un paso más adelante. Había recibido la orden de hacerse cargo de mí y de conducirme hasta el jefe de Inflota. Además, no quería permitir que me acopañasen los dos miembros de la seguridad. Era evidente que se trata de un problema de prerrogativas entre dos autoridades opuestas.
En Inflota me recibió el almirante en jefe del puerto militar de Vladivostock. Era la más perfecta estampa de oficial de la Marina que hubiesen deseado los productores cinematográficos norteamericanos. Cordialmente me estrechó la mano y me dijo en francés:
– He recibido órdenes de hacer todo lo posible para dejarle a bordo del barco sueco. He enviado a mi ayudante a buscar al capitán del Margaret Torden […]
La milicia del barco aseguró que velaría por mí hasta que zarpara el barco, y los miembros de la seguridad de Intourist y del puerto se fueron los cuatro, satisfechos de no tener responsabilidades.
Para mis adentros me dije que ni Stalin podría salir clandestinamente de la Unión Soviética. Tenía que reconocer que las autoridades soviéticas, los amigos, habían sabido hacer las cosas. No me perdieron de vista ni un minuto desde el aeropuerto de Vilna hasta Vladivostock. Sabían quién era yo y a dónde iba, pero nunca se mostraron. Nada pedí, nada me dieron. Pero cuando solicité su ayuda, fui tratado no como un ex ministro de la República española sino como un ministro en funciones. Comprendí que quedaba en deuda con aquellas gentes. También me di cuenta de la amenaza que se cernía sobre todo el país, apretado entre el Japón y Alemania como por un enorme cascanueces. Después me enteré de que no dejaban penetrar en el puerto a los viajeros: los llevaban fuera del puerto y eran conducidos en barca a los buques. Al permitirme entrar en el puerto y recorrerlo, me habían dado muestras de confianza que merecían defensa por mi parte cuando les alcanzase la tormenta.
Los muelles del puerto de Vladivostock estaban llenos de grandes cajas de madera con letras que indicaban que procedían de Estados Unidos. En una gran explanada del puerto se veían simétricamente alineados aviones de combate americanos, todavía con funda verde olivo que les serviría de protección. Maquinaria, equipos, aviones. Vi que la guerra se acercaba a la Unión Soviética. Estaba tan cerca que acaso me agarrase en el mar. Favor por favor. Si la URSS entraba en guerra, la defendería.