Robert Satloff, director del Washington Institute for Near East Policy ha desarrollado ampliamente esta estrategia denominada de “caos” o de “inestabilidad constructiva”. Explica que la búsqueda de una estabilidad en los Estados árabes ha sido “históricamente” el rasgo dominante de una política medio-oriental de los Estados Unidos, que ha llevado a recurrentes callejones sin salida. Precisa que “George Bush ha sido el primer presidente en considerar que la estabilidad era en sí misma un obstáculo al avance de los intereses norteamericanos en Medio Oriente (…) Los Estados Unidos han empleado variadas medidas coercitivas, desde el uso de la fuerza militar para cambiar los regímenes en Afganistán y en Irak, pasando por la política de palo y zanahoria (…) para aislar a Yasser Arafat y apoyar una nueva dirigencia palestina pacífica, hasta los corteses ánimos a Egipto y Arabia saudí para que inicien una vía de reformas”.
Este cuestionamiento de una política exterior que privilegia la instauración de la “estabilidad” de los Estados del Próximo y Medio Oriente se impuso desde los inicios de la guerra de Irak en enero de 1991. Los expertos de los cuarteles neoconservadores como Paul Wolfowitz, que llegará a número dos del Pentágono, explicaban entonces que habría hecho falta “continuar la guerra de liberación de Kuwait hasta Bagdad, para desmantelar ese país, que continuará siendo una amenaza a nuestros intereses estratégicos y a la seguridad de Israel”. Los atentados contra el Pentágono y el World Trade Center aportaron un nuevo argumento a los partidarios de la “inestabilidad constructiva”, considerando que la amenaza terrorista está enraizada principalmente en ciertos Estados de la región, como Irak, Irán y Siria.
Desestabilizando estos tres Estados, la nueva política norteamericana pretendía la disminución o la erradicación de la amenaza terrorista y sus redes internacionales. Esto ha producido el fenómeno inverso: según numerosos informes de la administración norteamericana, la amenaza terrorista se ha visto multiplicada por seis desde el principio de la intervención anglo-norteamericana en Irak. Pero para bastantes analistas del Pentágono y del Departamento de Estado, estos reveses están lejos de ser una derrota. Por el contrario, se inscriben perfectamente en la puesta en marcha de la “inestabilidad constructiva”. Al decidir que la prioridad es la “guerra contra el terror” y la captura de Osama Ben Laden y sus cómplices, “los mandatarios norteamericanos dispondrán de la mejor coartada histórica a su disposición desde el final de la Guerra fría”, explicaba un agregado militar europeo destinado en Washington: “en nombre de la lucha antiterrorista se ha emprendido el despliegue militar norteamericano mas considerable desde el fin de la Segunda Guerra mundial”.
Incluyendo sus dimensiones militares y estratégicas, esta política constituye también una formidable oportunidad económica para el complejo militar-industrial norteamericano y las subcontratas que tendrán sus pedidos más importantes desde la guerra de Corea. Este inesperado relanzamiento de los gastos militares afecta a millones de empleos no solo en el sector militar, sino también la seguridad privada, la inteligencia económica y la comunicación. Como las “revoluciones de colores” en Serbia, Georgia y Ucrania, la “revolución de los cedros” en el Líbano fue apoyada por oenegés y fundaciones norteamericanas, ilustrando un modo inédito de ingerencia internacional que Gilles Dorronsoro calicó de “estrategia de desestabilización democrática”. Se trata “de apoyarse en sectores de la sociedad civil que reclaman cambios, impulsar sus acciones movilizando a su favor los medios locales e internacionales, inventarse un héroe que federe la protesta y reforzar la presión internacional sobre los poderes contra los que se protesta. En el Líbano, la puesta en marcha de esta estrategia, sin embargo, ha agravado el sentimiento de división entre comunidades, enfrentando entre sí a unas y otras”.
Para Robert Satloff, lo sucedido en el Líbano constituye “un auténtico caso de estudio, en el que habrá que inspirarse si se quiere provocar el cambio en otros países”. Según él, se pueden deducir tres enseñanzas del laboratorio libanés, como “pasos previos a todas las revoluciones futuras”: la primera consiste en llevar a las fuerzas de oposición a imponer mediante movilizaciones de calle masivas elecciones extraordinarias, destinadas a romper con el antiguo orden; la segunda consiste en preparar cuidadosamente el escrutinio en una primera fase mediante diversas acciones de marketing, como la adopción de un color, de un emblema, de un diario, y hacer que los observadores internacionales sean sus avalistas; la tercera es la continuidad de las presiones internacionales, a fin de erradicar los últimos apoyos al antiguo orden, tales como partidos políticos, grupos armados o servicios paralelos de seguridad y de investigación.
Como sigue indicando Robert Satloff, “los Estados Unidos no tienen interés en la supervivencia del régimen de Assad, régimen minoritario cuyos frágiles cimientos son el miedo y la intimidación. Los crujidos en el edifico del régimen pueden transformarse rápidamente en grietas, y luego en temblores de tierra”. Para concluir afirma que los Estados Unidos debieran concentrarse en tres prioridades:
– recoger el máximo de informaciones sobre las dinámicas políticas, económicas, sociales y étnicas internas de Siria
– una campaña en torno a temas como la democracia, los derechos de la persona y el Estado de Derecho
– no ofrecer ninguna salida de emergencia, salvo si el presidente Al-Assad se presta a rendirse en Israel en el marco de una iniciativa de paz, o si expulsa del territorio sirio a todas las organizaciones antiisraelíes y renuncia públicamente a la violencia, “lucha armada o resistencia nacional, para usar la jerga local”.
Estos diferentes puntos ilustran a la perfección que la mundialización económica genera un conjunto de guerras asimétricas intrínsecamente necesarias para sus “progresos” y despliegues sucesivos. A la inestabilidad constructiva corresponde un estado de guerra generalizada, en donde el terrorismo y la lucha antiterrorista constituyen justificaciones de efectos multiplicativos: la promoción de nuevos productos relacionados con la “uberización” de la seguridad. Desde enero de 2015, los atentados de Charlie y del Hyper-Casher habían incitado a las grandes compañías a proteger sus sedes e infraestructuras multiplicando de un día para otro el número de agentes de vigilancia. El filtrado y la video-vigilancia de los depósitos, en especial portuarios y aéreos, se han hecho mas densos.
Entre principios de los años 80 y 2015, el sector de la vigilancia humana en Francia ha pasado de 60.000 a más de 170.000 empleados en cerca de 4.000 empresas. En los cinco próximos años podría superar la suma de empleos de policías y gendarmes, es decir, más de 250.000 personas casi tantos como el sector de la industria automovilística. A caballo de la amenaza antiterrorista, la Unión de Empresas de Seguridad Privada estima que tendrá que contratar a unos 30.000 asalariados anuales…
Estas peripecias de la inestabilidad constructiva llevaban a declarar a L’Orient-Le-Jour, el 23 de junio de 2015, que “si el Daesh no existiera, habría que inventarlo”, porque “el terrorismo se inscribe en la lógica de la mundialización económica, porque la lucha contra el terrorismo genera millones de empleos en la industria de armamento, de seguridad y de comunicación. El terrorismo es necesario para la evolución del sistema capitalista en crisis, que reconfigura su permanencia generando nuevas crisis. Esta idea de gestión sin resolución es consustancial al infinito desarrollo del capital […] El terrorismo constituye esta parte de consumación, relacionada de forma orgánica con la evolución del capitalismo mundializado contemporáneo”.
Si el yihadismo no existiera, habría que inventarlo. Porque una amenaza de ese tipo permite mantener un crecimiento continuo de los gastos militares, mantener los millones de empleos del complejo militar-industrial norteamericano, sin enumerar los efectos de la contratación y la multiplicación de las empresas de seguridad privada, de inteligencia económica y de comunicación. La seguridad y sus nuevos mercenarios constituyen ahora un completo sector económico. Es la gestión de la inestabilidad constructiva. Hoy, grandes sociedades como Google, por ejemplo, sustituyen al Estado norteamericano y a las grandes empresas en términos de medios financieros para la investigación y las inversiones en el sector militar, financiando proyectos de robots y drones marítimos y aéreos. Todo ello transforma el complejo militar-industrial clásico y proporciona mucho, mucho dinero. Para justificar y acompañar estas transformaciones, el terrorismo es una necesidad absoluta. Inicialmente, el Califato Islámico no fue erradicado sino mantenido, porque servía a los intereses tanto de las grandes potencias como de las potencias regionales.
Esta afirmación corroborada por los mejores economistas, no surge de la obsesión por un gran complot ni de imaginaciones conspiracionistas, y puede fácilmente ser cuantificado, confirmado e identificado. El ejercicio supera nuestro propósito y nos traslada oportunamente a la polémica que opuso al islamólogo Gilles Kepel y al ensayista Olivier Roy, a continuación de los atentados del 13 de noviembre de 2015. El primero insistía en un Islam de Francia que durante los quince primeros años se ha radicalizado mediante la multiplicación de mezquitas salafistas, algo que difícilmente se puede discutir, y permite destacar la cuestión central de la responsabilidad de Arabia saudí y otras monarquías del Golfo en la financiación de esa evolución. El segundo respondía que el Islam y Arabia Saudita no tenían nada que ver con un fenómeno que se explica mejor por una “radicalización” inherente a la crisis de nuestras sociedades, que utiliza el Islam únicamente como pretexto y tapadera de un desconcierto mucho mas profundo.
Lejos de buscar en absoluto la conciliación de estas dos posturas contradictorias, hay que destacar, a favor de la segunda, que forma parte de la comprobación de la existencia de un terrorismo “estadio supremo de la mundialización”, y que, en último término, las dos posturas no estaban hablando de la misma cosa. La pertinencia de Gilles Kepel se sitúa en un nivel de análisis específico: el de la cartografía espacio-temporal de la crisis del Próximo y Medio Oriente, de sus interconexiones con las sociedades occidentales, principalmente las europeas y francesas. La propuesta de Olivier Roy, más abstracta, se sitúa en las consecuencias de la crisis global y permanente del mundializado capitalismo contemporáneo. Y en esta perspectiva tiene su lógica poner en relación las expresiones de “violencias extremas” del terrorismo actual con la desestructuración y la destrucción de los marcos económicos, políticos y culturales del mundo anterior a la mundialización.
Ciertamente, no todos los excluidos se hacen terroristas, pero ante la brutalidad salvaje de las lógicas económicas actuales no es sorprendente que una minoría de entre ellos bascule hacia los actos más violentos.