Charlot, un pobre diablo que vive en la calle, es un ser sin maldad que sobrevive gracias a su picaresca —en la escena anterior, preso del hambre, había desarrollado un gag donde se comía el perrito caliente de un niño. Vive de la forma más honrada posible, sin mayor aspiración que encontrar un techo cada noche y alguna migaja que llevarse al estómago. Todo cambia cuando recibe la cartera.
Para tomar conciencia de que ahora posee mucho dinero gracias a un giro del destino, el personaje interpretado por Charles Chaplin sigue el proceso básico del payaso: detenerse ante lo que acaba de suceder, comprenderlo y reaccionar de manera consecuente expresando con total franqueza los sentimientos que le suscita la situación. El vagabundo, que ha vivido toda la escena al lado de un puesto de perritos calientes, cambia de carácter de manera radical, dejando atrás su sonrisa afable y su inofensiva picaresca para dar paso a un estado mental transitorio dominado por el capitalismo.
Se siente un ser superior al resto por tener la cartera llena, con la potestad de maltratar al prójimo. Se gira hacia el dependiente del puesto y, sin dudarlo, comienza a gritarle y a hacer aspavientos, indicándole que prepare una buena tanda de comida. El gag se desarrolla en segundo plano, como si el autor no le prestase especial atención al momento. Rodada con la lejanía del plano americano, la situación termina al instante, como si fuera un mero nexo con el que dar paso a la siguiente escena.
El circo es uno de los muchos ejemplos donde el actor y director inglés mostró su ideología de izquierdas. En este caso, la cinta aborda el mundo del circo, y cómo la parte artística del espectáculo ha sido aplastada por la gestión capitalista, por la cual la disciplina militar y el uso de la violencia contra los artistas están a la orden del día. En su conjunto, el filme se construye como un alegato en favor de la expresión artística entendida como acto puro, espontáneo, que no puede ejecutarse como si de una ecuación matemática se tratase. Aunque loable, parece evidente que la reflexión es un tanto ingenua, o, cuando menos, tremendamente simplista, si lo que se quiere es establecer un retrato veraz de todo lo que implica el arte.
Al mismo tiempo, llama la atención que el gag de la cartera, ese al que el creador apenas ha prestado atención y que para muchos espectadores habrá pasado desapercibido, acabe siendo, por su lucidez y por las múltiples capas de lectura, la mayor crítica al capitalismo que presenta la película. Como si fuera de manera subconsciente, da la impresión de que Chaplin volcó su ideología en ese pequeño gag sin que pareciera que fuera realmente consciente de lo que estaba haciendo.
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