El fusilamiento de un almirante contrarrevolucionario

Anoche la segunda cadena de TVE emitió la película «El Almirante», rodada en 2008 por el cineasta ruso Serguei Bondarchuk a imitación de las grandes superproducciones de Hollywood, con un resultado parecido, que cabe calificar de lamentable teniendo en cuenta las enormes sumas de dinero invertido.

El almirante al que se refiere la película es Kolchak, un alto oficial de la marina zarista que tras la Revolución de 1917 dirigió a las tropas que se levantaron contra el poder soviético, desatando una atroz guerra civil.

Con ayuda del imperialismo, el almirante estableció su cuartel general en Siberia y se arrogó a sí mismo el título de “Gobernante supremo de Rusia”.

En París y en Londres los imperialistas entonaron cánticos de alabanza en honor del almirante. Sir Samuel Hoare decía que Kolchak era un caballero, un gentleman. Winston Churchill calificaba a Kolchak de honrado, incorruptible, inteligente y patriota. El New York Times veía en él “un hombre enérgico y honesto”, que ejercía “un gobierno estable y más o menos representativo”.

En noviembre de 1918 Kolchak se había apoderado de la mitad de las reservas de oro que el Imperio zarista guardaba en San Petersburgo, unas 180 toneladas, con el fin de sacarlo al exterior y comprar armas para combatir al Ejército Rojo. El oro nunca volvió a aparecer.

Además, los imperialistas, especialmente Inglaterra, le suministraron municiones, armas de guerra, consejeros militares y dinero: “Despachamos a Siberia -dice el general Knox- cientos de miles de rifles, cientos de millones de cartuchos, cientos de miles de uniformes y cartucheras, etc. Todas las balas disparadas contra los bolcheviques por los soldados rusos durante el curso de ese año habían sido fabricadas en Gran Bretaña, con materias primas británicas y enviadas a Vladivostok en barcos británicos”.

El general norteamericano Graves no compartía el entusiasmo de los ingleses y franceses por el gobierno del almirante Kolchak. Todos los días sus oficiales del Servicio de Inteligencia le traían nuevos informes del reino del terror que Kolchak implantó. Había 100.000 soldados en el ejército del almirante y se estaban reclutando varios millares más bajo pena de muerte. La horca era la modalidad favorita de ejecución de la pena capital. Las cárceles y los campos de concentración estaban llenos a rebosar. Centenares de rusos que se opusieron al nuevo emperador colgaban de árboles y de postes telegráficos a lo largo del ferrocarril transiberiano. Muchos fueron sepultados en fosas comunes que habían sido obligados a cavar con sus propias manos, antes de que los verdugos de Kolchak los segaran con el fuego de sus ametralladoras. La violación, el asesinato y el pillaje estaban a la orden de día.

Uno de los ayudantes de mayor categoría de Kolchak, el antiguo oficial zarista llamado general Rozanoff, dictó las siguientes instrucciones a sus tropas:

1) Al ocupar las aldeas que hubiesen sido ocupadas por los bandidos guerrilleros soviéticos, había que capturar a los jefes y donde no sea posible identificarlos pero exista prueba suficiente de la presencia de dichos jefes en el lugar, se fusilará a un individuo por cada diez de todos los habitantes de la aldea.
2) Si cuando las tropas atraviesan una ciudad, la población no informa a las tropas, teniendo oportunidad de hacerlo, de la presencia del enemigo, se exigirá irremisiblemente una contribución monetaria de todos los habitantes sin excepción.
3) Las poblaciones donde los habitantes se opongan a nuestras tropas con armas, serán quemadas hasta arrasarlas, y todos los vecinos adultos, varones, serán fusilados; las propiedades, bestias, carros, etc., serán confiscados para uso del ejército.

Junto con las tropas de Kolchak, había también partidas de bandas financiadas por los japoneses que asolaban los campos: sus jefes supremos eran los atamanes Gregori Semionov y Kalmikoff.

El coronel Morrow, jefe de las tropas americanas en el sector de Transbaikal, informó que en una aldea ocupada por las tropas de Semionov, todos los habitantes -hombres, mujeres y niños- habían sido asesinados; la mayoría de los vecinos habían sido fusilados “como conejos” cuando huían de sus hogares. Los hombres habían sido quemados vivos: “Los soldados de Semenov [Semionov] y Kalmikoff -contó el general Graves- bajo la protección de las tropas japonesas, vagaban por el país como animales salvajes, matando y saqueando al pueblo… Si se preguntaba algo sobre tan brutales asesinatos, la respuesta era que los asesinados eran bolcheviques, y esta explicación, al parecer, satisfacía al mundo”.

El general Graves manifestó abiertamente sus críticas de las atrocidades que cometían las fuerzas antisoviéticas en Siberia (*), y su actitud suscitó gran hostilidad entre los jefes rusos blancos, ingleses, franceses y japoneses.

Morris, el embajador americano en Japón, que se hallaba en visita de inspección en Siberia, le dijo al general Graves que el Departamento de Estado le había cablegrafiado que la política americana en Siberia necesitaba que se apoyase a Kolchak.

Ahora, general -dijo Morris- tendrá usted que apoyar a Kolchak.

Graves replicó que él no había recibido ninguna orden del Departamento de Guerra para que apoyara a Kolchak.

El Departamento de Estado es el que dirige esto, no el Departamento de Guerra– dijo Morris.
El Departamento de Estado -le contestó Graves- no me dirige a mí.

Los agentes de Kolchak lanzaron una campaña de propaganda destinada a socavar la reputación de Graves y lograr que fuese relevado de su cargo en Siberia. Empezaron a circular rumores de que el general americano era bolchevique y de que sus tropas estaban ayudando a los rojos. A la vez, todo eso se mezclaba con la más repugnante propaganda antisemita. Una nota típica decía: “Los soldados de Estados Unidos están infectados de bolchevismo. Casi todos son judíos de la parte este de Nueva York que se hallan en constante agitación queriendo amotinarse”.

El coronel John Ward, miembro del Parlamento inglés que actuaba de consejero político de Kolchak, declaró públicamente que al visitar el cuartel general de la fuerza expedicionaria americana había descubierto que “de sesenta traductores y oficiales de enlace, más de cincuenta eran judíos rusos”.

Los propios diplomáticos y agentes norteamericanos contribuyeron a extender la campaña contra el general Graves: “El cónsul americano en Vladivostok -reveló después el general Graves- cablegrafiaba diariamente al Departamento de Estado, sin comentarios, los artículos falsos, difamatorios y procaces que aparecían en la prensa de Vladivostok respecto de las tropas americanas. Aquellos artículos, así como las críticas que se formulaban en Estados Unidos sobre nuestras tropas, se basaban en la acusación de que eran bolcheviques. Esta acusación no podía haberse fundado sobre ningún hecho realizado por las tropas americanas… pero era el mismo cargo que se hacía en Siberia contra todo el que no apoyara a Kolchak, por los partidarios de éste, entre los cuales se contaba el cónsul general, Harris”.

Cuando la campaña contra Graves y sus tropas se hallaba en su apogeo, llegó a su cuartel general un mensaje del general Ivanoff-Rinoff, jefe de todas las fuerzas de Kolchak en Siberia oriental. El mensajero manifestó al general que si contribuía con 20.000 dólares al mes, para el ejército de Kolchak, el general Ivanoff-Rinoff se encargaría de que terminara la campaña de propaganda en su contra.

El general Ivanoff-Rinoff era uno de los oficiales más sádicos que actuaban bajo el mando supremo de Kolchak. En Siberia oriental sus mercenarios asesinaban a toda la población masculina de las aldeas sospechosas de haber albergado bolcheviques; era corriente entre ellos violar mujeres y azotarlas con baquetas. Mataban sin piedad a los ancianos, mujeres y niños. Un joven oficial americano que había sido enviado a investigar las atrocidades cometidas por Ivanoff-Rinoff, se impresionó de tal modo ante lo que vió, que al terminar su informe a Graves exclama: “General, ¡por el amor de Dios!, ¡no me mande nunca más a otra expedición como ésta! ¡A punto estuve de quitarme el uniforme para unirme a aquellas pobres gentes y ayudarlas en todo cuanto pudiera!”

Cuando el general Ivanoff-Rinoff se vió amenazado por un levantamiento popular, Sir Charles Elliot, el alto comisario inglés, visitó al general Graves para manifestarle su preocupación por la seguridad del jefe kolchakista. “Por lo que a mí respecta -le dijo Graves- ¡podía el pueblo traer a Ivanoff-Rinoff ante nuestro cuartel general y colgarle del poste telefónico que está ahí enfrente hasta que estuviese bien muerto, sin que un solo americano levantase siquiera una mano en su defensa!”

El final de Kolchak y sus criminales no sólo fue obra del Ejército Rojo, de batallas ganadas en las trincheras sino de heroicos levantamientos obreros y campesinos. El 4 de enero de 1920 Kolchak abdicó en favor de Denikin y comenzó a replegarse a través del transiberiano. Uno de los vagones que le transportaba iba repleto de oro, joyas y objetos de valor saqueados a lo largo de la guerra. En Irkutsk una insurrección obrera capturó a Kolchak y todo su Estado Mayor deteniendo el tren en el que viajaba en la estación ferroviaria y poco después caían 20.000 de sus hombres en manos del Ejército Rojo. El poder pasó a manos de un Comité Revolucionario de los proletarios de aquella ciudad, que ordenó el encarcelamiento de Kolchak y los suyos en la prisión de la ciudad.

Se produjo entonces un fenómeno que la película tampoco cuenta.

El Ejército Rojo propuso al Comité Revolucionario que fusilara a Kolchak sin ninguna clase de juicio, pero el Comité de la ciudad no cumplió la orden porque quería cumplir con las formalidades propias del caso: juicio, abogado, pruebas, etc. Formaron una comisión investigadora, de la que formaron parte un menchevique, dos eseristas de derechas y un bolchevique.


Pero la ciudad era un hervidero de contrarrevolucionarios emboscados y armados: burgueses, oficiales zaristas, kadetes, etc. Empezaron a circular octavillas calificando a Kolchak de héroe y mártir, preparando el clima para un asalto a la prisión.

Después de varias semanas de trabajo, la comisión de investigación emitió un listado de 18 criminales de guerra, entre ellos Kolchak, proponiendo su fusilamiento. Mientras la comisión se esforzaba por cumplir con su función lo más escrupulosamente posible, el clima en Irkutsk se tornaba irrespirable. Cada día de demora la contrarrevolucion se organizaba más y mejor. Por el otro lado, el retraso estaba sembrando la desconfianza entre los obreros, entre los que se podían producir muchos muertos si la contrarrevolución intentaba el asalto de la cárcel. Los obreros se plantearon, por su parte, asaltar la cárcel y ejecutar a los criminales zaristas sin dilaciones de ninguna clase. Esta situación desencadenó la orden del Consejo Militar Revolucionario de Irkutsk, que ordenaba la ejecución de Kolchak y su “presidente del consejo de ministros” y cuyo segundo punto decía: “Es mejor la ejecución de dos criminales, que desde hace mucho tiempo merecen la muerte, que cientos de víctimas inocentes”.

Así se hizo el 7 de febrero. Los demás criminales de guerra del ejército de Kolchak fueron juzgados el 20 de mayo públicamente en presencia de 8.000 obreros de la ciudad.

(*) Cfr. Jamie Bisher: White Terror: Cossack Warlords of the Trans-Siberian, 2007, http://www.tandfonline.com/doi/abs/10.1080/15027570701539693?journalCode=smil20

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