Los principales autores de la ejecución la relataron con todo lujo de detalles, de manera oficial, aunque sus testimonios se mantuvieron secretos hasta el final de la Unión Soviética.
Cuando el ejército blanco recuperó temporalmente Ekaterimburgo unos días después de la ejecución, confiaron la investigación de la desaparición de los Romanov a un juez de instrucción, Nikolai Sokolov. Una copia de las actas de los interrogatorios que practicó se conservó en un monasterio ortodoxo en Estados Unidos. Los historiadores han tenido acceso a esa documentación y a las declaraciones de los testigos que participaron en la ejecución, que se hicieron públicos cuando se abrieron los archivos de la URSS. La comprobación cruzada de ambas fuentes permite obtener una idea relativamente cercana de los acontecimientos y de su motivación.
En agosto de 1917 la familia imperial se había refugiado en Tobolsk, en Siberia occidental, hasta que los bolcheviques llegaron al poder y en abril de 1918 los trasladaron a Ekaterimburgo, en los Urales, una ciudad industrial y, por lo tanto, con una gran población obrera. La consideraban más segura y, sobre todo, más alejada de los ejércitos blancos que en ese momento se encontraba en un periodo de formación.
Los alojaron en la Casa Ipatieff, custodiada por trabajadores locales dirigidos por Alexander Avdeyev y luego por Yurovsky, un miembro de la Cheka o policía regional.
La decisión de ejecutar a los Romanov la tomó el Comité Ejecutivo del Soviet Regional de los Urales, que tenía su sede en Ekaterimburgo precisamente. Previamente el Comité consultó a la dirección de los soviets en Moscú y Sverdlov, Presidente del Comité Ejecutivo Central y, en consecuencia, una especie de Jefe de Estado soviético, lo aprobó.
A punto de caer la ciudad en manos contrarrevolucionarias, el soviet de Ekaterimburgo quería evitar que la familia imperial fuera liberada por las tropas checoslovacas que avanzan y, sobre todo, satisfacer las demandas de la clase obrera local que constantemente criticaba la indulgencia de la que disfrutaban los Romanov, en un contexto en el que era urgente movilizar a los trabajadores para hacer frente a los ejércitos blancos.
Con un ejército enemigo a las puertas, la ejecución no pudo ser más improvisada. El soviet discutió varios modos de ejecutar a los Romanov: granadas, apuñalar a las víctimas mientras dormían o ejecutarlas con un revólver, que finalmente fue la solución elegida.
Cada participante en la ejecución dio su propia versión de los hechos, aunque probablemente fueron fusilados por un pelotón de 11 hombres con 12 revólveres Nagant, un revólver de gran calibre y dos pistolas de calibre medio: un mauser y una browning.
Luego fueron enterrados en un pozo de la mina, luego, unas horas después, se retiraron los cuerpos y se quemaron. Finalmente, volvieron a ser enterrados a pocos kilómetros bajo un camino de tierra que conducía al pueblo de Koptiaki.
En 1991 el análisis de los restos indicó que hubo incluso un intento de dispersarlos. El Presidente del soviet de Ekaterimburgo, Pavel Bykov, dijo que los obreros trataron de no dejar reliquias en manos de los contrarrevolucionarios que les permitieran jugar con los sentimientos de las masas populares más ignorantes e incultas.
Al día siguiente de la ejecución, la prensa local se limitó a mencionar la muerte del zar, por lo que algunos creyeron que los demás Romanov se habían salvado. Fue el punto de partida de la leyenda de la supervivencia de las Grandes Duquesas.
En 1998 los restos de la familia imperial fueron enterrados religiosamente en la Basílica de Pedro y Pablo en San Petersburgo, aunque la Iglesia Ortodoxa aún no se ha pronunciado oficialmente sobre su autenticidad hasta la fecha.
Todos los demás Romanov que no abandonaron la URSS fueron ejecutados sumariamente, sobre todo en Perm y Alapaevsk, en junio y julio de 1918. La casa Ipatieff fue arrasada por Yeltsin (secretario local) en 1977, por orden de Andropov, para evitar que se convirtiera en un lugar de peregrinación. En su ubicación actual hay una iglesia.