Aroma de gol

Nicolás Bianchi

¿Es el fútbol un mero juego? Sabemos que no desde que, ya en los años 30 del siglo pasado, y aún antes, se impuso la profesionalización del jugador, del player. ¿Será acaso un deporte? Lo dudo en vista de que, sin hablar de los intereses comerciales y, por supuesto, políticos, que rodean el Planeta Fútbol, el romántico «fair play» desapareció e inclusive se guiña el ojo de manera cómplice cuando un futbolista trata de engañar alevosamente al árbitro simulando penalties imaginarios, algo que un gentleman british -pioneros amateurs en la elitistas universidades inglesas- no hubiese tolerado bajo ningún concepto. ¿Concluiremos que el fútbol es un arte? La pregunta es arriesgada e, incluso, en primera instancia, osada, rozando lo ridículo. Me inclinaría por una respuesta afirmativa viendo a Messi o a, entonces, Romario, verdaderos «artistas», ¿no es cierto? Del primero, el entrenador del Arsenal londinense -equipo histórico-, Arsène Wenger, dijo que «es un jugador de play-station». Del segundo, Valdano opinaba que era un futbolista «de dibujos animados». Jugadores de enorme talento que le insuflan belleza al fútbol, pero que no son «cracks». El fútbol es una disciplina colectiva y combinada, pero un «crack» no es un goleador tipo Cristiano Ronaldo (y el otro Ronaldo, mucho mejor y plástico que el portugués, a mi juicio, aunque menos efectivo), sino quien pide la pelota para jugarla tipo Xavi y, antes, el mejor: Cruyff. O el olvidado George Best. Hoy le llaman «fútbol de autor». Estos son los «cracks»; los demás, «killers» del área. Claro que también hay quien cree que -y parece una boutade pero tiene su aquel- «el fútbol es un juego donde se patea con la cabeza y se piensa con los pies». Suena a chiste fácil. Pep Guardiola decía que de su infancia sólo recordaba el balón. O el ditirambo de A. Camus que dijo aprender a filosofar bajo los palos de una portería de fútbol.

Y es que el fútbol, como decía el míster escocés Bill Shankly, descubridor del legendario jugador de los años 60 y también escocés, Denis Law, «no es asunto de vida o muerte, sino algo mucho más importante». Típico british sense of humour. Había un sketch, absolutamente genial, de Monty Python, en el que la selección alemana de fútbol se enfrenta con la griega, pero los jugadores teutones, vestidos con túnicas y clámides helenos, son figuras como Hegel, Leibniz (a Kant no le hacemos pateando el esférico, la verdad) y Heidegger -por un lado- y Sócrates, Aristóteles y Pitágoras (a Heráclito tampoco le vemos rematando de chilena), por el otro. ¿Por qué resulta desopilante el absurdo? Probablemente porque hay pocas cosas que se consideran tan distantes, pero no antagónicas,  como el fútbol y la filosofía. Carlos Goñi Zubieta, doctor en Filosofía, tituló un libro suyo como «Fútbolsofía». Bueno, es ocurrente. Hay más (libros), sobre todo británicos y argentinos y también españoles sin que conste alguno firmado por el «catedrático» Manolo el del Bombo.

Para el polifacético escritor mejicano Juan José Arreola, el fútbol era menos intelectual que, por ejemplo, el tenis o el ping-pong (o pimpón), particularmente porque aquél «carecía de la intermediación de la raqueta». Los movimientos del fútbol -añadía- «ocurren en bruto, sin pasar por un instrumento civilizatorio y, además, prescinde de las manos, fundamento de la cultura»… Para Arreola, la práctica del soccer (sic) era un regreso a la edad temprana del hombre sin utensilios. No se le ve al jalisciense muy entusiasta  (igual que Borges que abominaba de «esa cosa estúpida de ingleses… un deporte estéticamente feo») del deporte-rey, que digamos.

Menos mal que a los que gustamos -otra cosa es entender- del balompié nos redime la bonhomía del recién fallecido Eduardo Galeano señalando -en su ya clásico «El fútbol a sol y sombra»– que «el mundo intelectual siempre ha adoptado una actitud despectiva y arrogante con el fútbol y todo lo que este deporte desata como pasión colectiva. Este juego ha sido condenado por intelectuales de derecha y de izquierda. En la derecha porque, dicen, es la prueba de que el pueblo piensa con los pies; y en la izquierda, porque creen que el fútbol tiene la culpa de que la gente no piense». Más tarde, la «intelligentsia» fue saliendo del armario y declararse forofo de un equipo determinado -aunque no fuese el de tu ciudad- vestía fetén. Eso sí, sin ser fanáticos, eso la plebe, la chusma. El fútbol era el «opio de los pueblos». Tal vez dicho por quienes ni probaron el opio ni sabían lo que era el pueblo. Un fenómeno social de masas, del pueblo, tan universal, y transversal, por fuerza tenía que imponerse más allá de aquella lapidaria frase que lo señalaba allende la religión, como «opio del pueblo», expresión de manifiesta resonancia marxista, como es sabido (en los tiempos de Marx en Londres, se fundó el primer «team» -equipo- de «foot-ball», el Sheffield, en 1855). Incluso aunque así fuese, un opio, igualmente merecería toda la atención del caso. Claro que, como decía el exfutbolista inglés Kevin Keegan, de extracción obrera, no se ha encontrado nada mejor para reemplazar al fútbol.

César Luis Menotti, entrenador campeón de Argentina del Mundial de 1978, con la dictadura, hablaba -desbrujulado socolor de sofisticado, a mi modo de ver- de fútbol «de izquierdas» y otro «de derechas». El primero buscaría el espectáculo (o sea, él) y el segundo el resultado (esto es, Bilardo, Clemente o ahora Simeone, fútbol que no agrada mucho o nada en Argentina, dicho sea de paso), espectáculo y resultadismo. Pier Paolo Pasolini, que le diera patadas a la bola en su Bolonia natal, dividió el fútbol en «poético» (el brasileño con regate y gol, aroma de gol) y el «prosaico» que sería el europeo con «catenaccios» y sin imaginativos gambeteos (dribblings). Son paridas, chorradas, a mi modo de ver. Como la vertiente psicoanalítica que habla de un «nosotros» que forzosamente implica un freudiano «ellos» y de aquí las rivalidades cuasiépicas y semibelicosas que tanto explotan los mass media. O la anulación simbólica de las clases sociales -y ya no hablamos de ninguna tontería- en un estadio animando por igual a tu equipo del alma, algo así como suspender la lucha de clases, una tregua (cuya estratificación refleja la propia grada con tribuna, general, preferencia, etc) por noventa minutos… más el añadido.

Lo cierto, y esto es básico y elemental, es que no hay fútbol sin público, al igual que un partido jugado a puerta cerrada por sanción es un partido-fantasma, sin espíritu, desgarrado (sin garra). Ahora el «stablishment» nos quiere a todos sentaditos en las bomboneras, y ni tan mal, pero calladitos como quien ve, mudo, un partido de tenis. O asiste a la escucha del himno nacional… sin pitada. Y no, oiga, que ya es moda.

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