Y es que el fútbol, como decía el míster escocés Bill Shankly, descubridor del legendario jugador de los años 60 y también escocés, Denis Law, «no es asunto de vida o muerte, sino algo mucho más importante». Típico british sense of humour. Había un sketch, absolutamente genial, de Monty Python, en el que la selección alemana de fútbol se enfrenta con la griega, pero los jugadores teutones, vestidos con túnicas y clámides helenos, son figuras como Hegel, Leibniz (a Kant no le hacemos pateando el esférico, la verdad) y Heidegger -por un lado- y Sócrates, Aristóteles y Pitágoras (a Heráclito tampoco le vemos rematando de chilena), por el otro. ¿Por qué resulta desopilante el absurdo? Probablemente porque hay pocas cosas que se consideran tan distantes, pero no antagónicas, como el fútbol y la filosofía. Carlos Goñi Zubieta, doctor en Filosofía, tituló un libro suyo como «Fútbolsofía». Bueno, es ocurrente. Hay más (libros), sobre todo británicos y argentinos y también españoles sin que conste alguno firmado por el «catedrático» Manolo el del Bombo.
Para el polifacético escritor mejicano Juan José Arreola, el fútbol era menos intelectual que, por ejemplo, el tenis o el ping-pong (o pimpón), particularmente porque aquél «carecía de la intermediación de la raqueta». Los movimientos del fútbol -añadía- «ocurren en bruto, sin pasar por un instrumento civilizatorio y, además, prescinde de las manos, fundamento de la cultura»… Para Arreola, la práctica del soccer (sic) era un regreso a la edad temprana del hombre sin utensilios. No se le ve al jalisciense muy entusiasta (igual que Borges que abominaba de «esa cosa estúpida de ingleses… un deporte estéticamente feo») del deporte-rey, que digamos.
Menos mal que a los que gustamos -otra cosa es entender- del balompié nos redime la bonhomía del recién fallecido Eduardo Galeano señalando -en su ya clásico «El fútbol a sol y sombra»– que «el mundo intelectual siempre ha adoptado una actitud despectiva y arrogante con el fútbol y todo lo que este deporte desata como pasión colectiva. Este juego ha sido condenado por intelectuales de derecha y de izquierda. En la derecha porque, dicen, es la prueba de que el pueblo piensa con los pies; y en la izquierda, porque creen que el fútbol tiene la culpa de que la gente no piense». Más tarde, la «intelligentsia» fue saliendo del armario y declararse forofo de un equipo determinado -aunque no fuese el de tu ciudad- vestía fetén. Eso sí, sin ser fanáticos, eso la plebe, la chusma. El fútbol era el «opio de los pueblos». Tal vez dicho por quienes ni probaron el opio ni sabían lo que era el pueblo. Un fenómeno social de masas, del pueblo, tan universal, y transversal, por fuerza tenía que imponerse más allá de aquella lapidaria frase que lo señalaba allende la religión, como «opio del pueblo», expresión de manifiesta resonancia marxista, como es sabido (en los tiempos de Marx en Londres, se fundó el primer «team» -equipo- de «foot-ball», el Sheffield, en 1855). Incluso aunque así fuese, un opio, igualmente merecería toda la atención del caso. Claro que, como decía el exfutbolista inglés Kevin Keegan, de extracción obrera, no se ha encontrado nada mejor para reemplazar al fútbol.
César Luis Menotti, entrenador campeón de Argentina del Mundial de 1978, con la dictadura, hablaba -desbrujulado socolor de sofisticado, a mi modo de ver- de fútbol «de izquierdas» y otro «de derechas». El primero buscaría el espectáculo (o sea, él) y el segundo el resultado (esto es, Bilardo, Clemente o ahora Simeone, fútbol que no agrada mucho o nada en Argentina, dicho sea de paso), espectáculo y resultadismo. Pier Paolo Pasolini, que le diera patadas a la bola en su Bolonia natal, dividió el fútbol en «poético» (el brasileño con regate y gol, aroma de gol) y el «prosaico» que sería el europeo con «catenaccios» y sin imaginativos gambeteos (dribblings). Son paridas, chorradas, a mi modo de ver. Como la vertiente psicoanalítica que habla de un «nosotros» que forzosamente implica un freudiano «ellos» y de aquí las rivalidades cuasiépicas y semibelicosas que tanto explotan los mass media. O la anulación simbólica de las clases sociales -y ya no hablamos de ninguna tontería- en un estadio animando por igual a tu equipo del alma, algo así como suspender la lucha de clases, una tregua (cuya estratificación refleja la propia grada con tribuna, general, preferencia, etc) por noventa minutos… más el añadido.
Lo cierto, y esto es básico y elemental, es que no hay fútbol sin público, al igual que un partido jugado a puerta cerrada por sanción es un partido-fantasma, sin espíritu, desgarrado (sin garra). Ahora el «stablishment» nos quiere a todos sentaditos en las bomboneras, y ni tan mal, pero calladitos como quien ve, mudo, un partido de tenis. O asiste a la escucha del himno nacional… sin pitada. Y no, oiga, que ya es moda.