A Darío Herchhoren
Todavía causa sonrojo aquella frase salida de pusilánimes intelectuales y «progres» descastados que rezaba «África empieza en los Pirineos», dicterio inicuo contra el cual ya protestaba el P. Feijóo (demasiado ilustrado para nuestros gustos, pero viene a cuento de nuestras porfías). Pero, como dijera un edil del PP, hace ya muchos años, del asturiano pueblo de Luarca, «no ofende quien quiere sino quien puede y a palabras emitidas por laringes inconscientes, trompas de Eustaquio en estado letárgico; o lo que es lo mismo: a palabras húmedas, oídos impermeables». En roman paladino: a palabras necias, oídos sordos. Ahí queda eso.
Pero ni uno está sordo ni quiere que los lectores de este blog, o como se diga, alternativo se queden sin saber ni oír LO QUE DEBE A ESPAÑA LA CULTURA MUNDIAL. Sea, pues, y a ello me apresto en estos tiempos de molicie y pandemias por bien de nuestra juventud. ¡Qué sepa nuestro divino tesoro lo que fueron capaces de hacer e inventar nuestros bienaventurados antepasados y cognados! ¡Y ello dejándome en el tintero gran número de eméritos e ilustres!
¡Ah, la Patria! ¿Seré yo un desmochado anarquista y renegaré de las patrias? ¿O un degenerado marxista que propala que la clase obrera no tiene patria? O Stalin, ese abominable dictador bolchevique, que dijera que la patria de la burguesía radica y/o se ubica en el bolsillo. Hagamos, amigos, una somera historia de NUESTRA PATRIA. La idea de patria brota en la Edad Media porque en tiempos de Virgilio sólo en el país, comarca o región, se empleó en nuestro siglo de oro por los clásicos españoles. La nuestra, Hesperia o poética región del ocaso para los griegos. Iberia o bañada por el Iberus o Ebro, Hispalis de los romanos o Sevilla donde Escipión fijó su gobierno al expulsar a los cartagineses, Spanis o Spann de los celtas y España de los expedicionarios fenicios mencionados en la Biblia (¡?). Al principio de nuestra era ya éramos, y perdonen la licencia, los putos amos. Los tartesios (o turdetanos) eran los más sabios de Occidente en literatura, historia, leyes, herederos de la sabiduría de los atlantes, según San Agustín. Vegetarianos, más longevos que los otros europeos (Filostrato); raza distinta a la de todos los pueblos de Europa, distinguíanse los antiguos iberos, como nuestro Jabato, por su resistencia física, valor heroico, amor a la libertad, respetuosos para mujeres y ancianos y niños y una fidelidad llevada hasta la muerte.
España va bien. España no termina en los Pirineos sino en la Tierra de Fuego, siendo América y Oceanía espejos en que se refleja. ¡Amemos, sí, a la Patria! Amor que, decía el gran Napoleón, es la primera y más preciosa virtud del hombre civilizado; el amor patrio, según la brutal sentencia de Esquilo, está aún por encima de los deberes de la humanidad. Amantes cual ninguno de sus respectivas regiones fueron cuantos laboraron por la España indivisible, alentadores del genio hispano como Pérez Galdós, el gallego Brañas, el leonés Picavea, el aragonés Costa, el granadino Ganivet (quien propugnara la «africanización» de España y no la europeización, pero ya sabemos que estaba como una chota). O el valenciano Llorente que quería que «seamos muy valencianos para ser muy españoles».
Lo que debe a España el mundo mundial
Falange (no la del «Ausente») apestosa la de esos que suelen aplicarse el vidrio de aumento y nos miran con espejo cóncavo para enanizarnos caricaturescamente, cual quasimodos de la civilización o «meninos» velazquianos. Picard osó escribir que cuando comen los vascos parecen porcinos, y si hablan, canes. Popielovo -que nadie sabe quién es-, que gallegos y andaluces viven como brutos; el grosero Danzat, que los españoles parecen paquidermos; nos satiriza Shakespeare; búrlase de nosotros el pedante Montesquieu, tan tolerante para las bromas de Federico de Prusia, y hasta Voltaire se desata en improperios contra España. Byron supone que todos los españoles son livianos; Víctor Hugo en sus «Orientales» y «Hernani», o Musset en sus «Cuentos de España», nos consagran también sus zarpazos; y así, Dumas y Merimée, que sólo tropezaron aquí con bailarinas y criminales, toreros y mendigos. En fin, disparates repetidos hasta el fastidio por gentes que hoy son pasto del olvido como Delabord, Robertson, Prescot, Weiss, Diercks, Bradford, Salvandy, creyéndonos Custin casi antropófagos insistiendo, otros, en que el español se reduce a mendigar la sopa de los conventos. En una palabra, que somos semibárbaros, injerto de holgazanes y de fanáticos, con instintos feroces. De poco sirvieron las protestas de Quevedo o Morel Fatio, de Cavanilles y Tromer, Lampilles, Masdeu, Foix, Duque de Rivas, Núñez de Arce, Echegaray, Castelar, Valera, Vidart, Lacerda, Menéndez Pelayo… ni la viva simpatía de nuestros admiradores Schopenhauer, Edmundo de Amicis o Fitzmaurice Kelly.
Pero, con todo, producen dolor más acerbo algunos hijos de la patria, mal nacidos por ingratos, repetidores sempiternos de que hemos de regenerarnos, pues, como escribía Mariano de Cavia (profiláctico protoperiodista de pro y más «pro»), «cuanto fuera de España se diga de nosotros, no es más que repetición de cosas que ya se nos han dicho por españoles». Un ex-primate afirmó que «España es una caricatura de nación». No faltan sinvergüenzas que esputan un «me avergüenzo de ser español» y tampoco quienes abusan de la frase hecha «los españoles somos así», o sea, como si no sirviéramos para nada. Hay que refrescar la memoria de quienes repiten aquellas necias preguntas de Masson de Morvilliers, enciclopedista él: «¿qué se debe a España?»
El español, que dista de ser bilioso o antro de rencores y envidias, cual dijo Fouilée, con gran amor propio, inhumano, poco sociable, sin culto para la mujer aunque sensualista, ¡no, no y mil veces no! Muy al contrario, esos caballeros de la triste figura que estereotipó Cervantes fueron justamente alabados desde antiguo: Ortelio les atribuye (no a los hispanorromanos o los visigodos o a los celtíberos, no, ¡sino a los españoles!), entre otras excelencias, ser liberales, benignos, obsequiosos; Mesala celebró nuestra integridad y amor a la justicia; Justino la honradez y fiel custodia de los secretos. No seguiré por pudor.
Con semejantes virtudes no es extraño que en este feraz suelo naciesen innumerables varones con un colmo de perfección y mártires altruistas que derramaron su sangre, generosa, en provecho de la Patria y la Humanidad:infinitos Santos, cuatro Papas españoles (sin contar el antipapa Luna), muchos cardenales, el obispo Osio que presidió el Concilio de Nicea (que condenara el arrianismo), incontables teólogos, amén de reyes y caudillos que se dió a Roma.
(Continuará)