Casi un oximoron, el título, digo, pues el mal de Alzheimer se caracteriza por la pérdida paulatina de la memoria, que así le querrían a el pueblo: alzheimerizado. O desmemoriado por el mero paso del tiempo, y así se olvide que el siniestro y venal Felipe González fue la X de los GAL: «el Estado de Derecho también se defiende en las cloacas», dijo esta rata.
Mucho se ha hablado y escrrito sobre la promulgación de leyes sobre memorias históricas. Es un contrasentido. La memoria, igual que la historia, no puede aherrojarse en leyes y menos aún si no sabemos -o lo sabemos demasiado bien- quiénes son los que la dictan. Hay la historia y la biografía, colectiva y personal, y también hay memoria y su correlato el olvido. También hay el Alzheimer de la historia como versión cutre del borrón y cuenta nueva (porrón y cuenta nueva, me decía un amigo) que le gustaría al Estado español, una suerte de bebedizo de nepenta -de ese porrón- en las aguas de Leteo. La frase de Borges es socorrida: lo único que no hay es el olvido. Es cierto, para bien o para mal. La memoria, ya sea individual o colectiva, es la identidad de la persona y el pueblo. Dejamos de ser inmortales cuando, ya muertos, somos olvidados. Somos porque tenemos memoria, decía el psiquiatra cordobés -hoy preterido- Carlos Castilla del Pino. Es más: somos nuestra memoria dizque nuestra identidad. No se trata de recordar episodios tristes o abominables por un regusto mórbido -como hacen las AVT-, sino de un acto de justicia -como hace el pueblo con sus héroes-. En el Estado español ni siquiera hubo un Nüremberg y el rescoldo todavía está ahí (no hay más que consultar el callejero franquista todavía visible).
Los replicantes del inquietante film «Blade Runner», cuya vida estaba programada en cuatro años (como las elecciones en que cada cuatro años se elige quién se va a reír de ti), se rebelaron contra sus creadores ergo:sus dioses, por tratar de alargar sus maquinales y conductistas vidas, es decir, por estirar el tiempo (subjetivo) y darle cimentación suficiente para disponer de una memoria como única forma de poseer una identidad. Y un tiempo, pues una memoria sin contradicciones es un no-tiempo, el olvido.
El padre, la madre, que, por causa del Alzheimer ya no es capaz de reconocer a su hijo, aunque viva, está en realidad exánime, no existe. No se sabe ya padre de su hijo. Pocas cosas hay en las personas que irriten más que la pérdida de memoria, y ello porque, conscientes, les parece que pierden trancos de identidad. Se deja de ser. «Mi yo, que me roban mi yo», decía Unamuno. El alma, la psique, es la memoria. Con los pueblos pasa lo mismo. De ahí lo deleznable (inconsistente) de tratar de capitidisminuir socolor de un carpe diem mal entendido y sopena de un pirronismo posmoderno a los cuentacuentos y las «batallitas del abuelo». Hay que recordar el pasado aunque sólo sea para no repetir los errores. Son los fascistas quienes tratan de que olvidemos los orígenes de esta seudodemocracia. Hegel decía que las páginas en blanco de la Historia fueron los únicos momentos en que hubo paz.
Como González sea llevado a los tribunales y le toquen mucho los cojones, no dudamos que este felón apuntará más arriba señalando al rey emérito como la verdadera X.