Gulbuddin Hekmatyar, padrino de Bin Laden |
Todo observador atento está al corriente del papel central de estas agencias en la creación y asesoramiento de Al-Qaeda, desde la campaña antisoviética de los años 80 en Afganistán hasta el apoyo de los grupos armados que intentan derrocar a Bashar Al-Assad en Siria. Una inmersión en un período turbulento y mal entendido de la historia reciente de los servicios especiales norteamericanos y sus principales socios.
La ‘segunda CIA’: el Safari Club
Tras el escándalo del Watergate, el Congreso impuso a la CIA severas restricciones legales y presupuestarias. En respuesta, los oficiales de la Agencia crearon una red alternativa denominada Safari Club, por el nombre de la lujosa residencia de vacaciones en Kenia en donde se reunían sus miembros. Como ha explicado el antiguo diplomático canadiense Peter Dale Scott en su última obra, “El Estado profundo norteamericano”, durante los años 70 importantes funcionarios en activo o retirados de la CIA estaban descontentos con las reducciones presupuestarias efectuadas bajo el mandato de Carter por Stansfield Turner, director de la Agencia.
En respuesta, organizaron una red alternativa denominada Safari Club. Supervisada por los servicios secretos franceses, egipcios, saudíes, marroquíes e iraníes (entonces bajo el Sah), el Safari Club estaba secundado en Washington por una “red privada de investigación”, según Joseph Trento. Esta red reagrupaba oficiales de la Agencia tales como Theodore Shackley y Thomas Clines, que habían sido marginados o desplazados por el director de la CIA Stansfield Turner. Como el príncipe (y antiguo jefe de los servicios secretos saudíes) Turki ben Faisal explicará más tarde, el objetivo del Safari Club no era solamente el intercambio de investigaciones, sino también “la explotación de operaciones clandestinas que la CIA no podía ejecutar directamente debido al escándalo del Watergate y de las reformas que siguieron”. Así se puso en marcha una especie de “segunda CIA”, hostil al presidente Carter, pero favorable al que le iba a suceder, el antiguo gobernador Ronald Reagan, un fiero oponente a los acuerdos entre Estados Unidos y la URSS.
El BCCI, la ‘segunda CIA’ y la creación de Al-Qaeda
En aquellos tiempos, el Safari Club tenía necesidad de una red de bancos para financiar sus operaciones anticomunistas. Con la bendición del director de la CIA George Bush padre, el jefe de los servicios secretos saudíes Kamal Adham transformó el banco BCCI en una auténtica lavandería internacional de dinero. Siempre según Peter Dale Scott, en los años 80, el director de la CIA William Casey tomó decisiones cruciales en la dirección de la guerra secreta en Afganistán. En cualquier caso, fueron elaboradas fuera del marco burocrático, y fueron preparadas con los directores de los servicios de investigación saudíes, con Kamal Adham en primer lugar, y luego el príncipe Turki ben Faisal. Entre estas direcciones podemos citar la creación de una legión extranjera encargada de ayudar a los muyaidines afganos a combatir a los soviéticos. En otras palabras, se trata de la puesta en marcha de una red de apoyo operativo conocida con el nombre de Al-Qaeda desde el fin de esa guerra entre la URSS y Afganistán.
Casey afinó los detalles de ese plan con los dos jefes de los servicios secretos saudíes, así como con el director del Bank of Credit and Commerce International (BCCI), banco pakistano-saudí del que Kama Adham y Turki ben Faysal eran accionistas. Haciendo esto, Casey dirigía entonces una segunda Agencia, una CIA extraoficial, construyendo con los saudíes la futura Al-Qaeda en Pakistán, mientras que la jerarquía oficial de la Agencia en Langley “pensaba que eso era imprudente”.
Masivamente financiada por los petrodólares de los Saud, entre ellos aquellos obtenidos de las cajas negras de los contratos de armamento gestionados por su embajador en Washington, el príncipe Bandar ben Sultan, la operación de apoyo a la yihad afgana acabará en el esfuerzo de los señores de la guerra extremistas, de los traficantes de opio y de heroína en los años 80. En una obra anterior, que fue recomendada por el general Bernard Norlain, cuando dirigía Revue Défense National, Peter Dale Scott explicaba que en mayo de 1979 los servicios secretos pakistaníes de ISI pusieron a la CIA en contacto con Gulbuddin Hekmatyar, el señor de la guerra afgano que ciertamente se benefició del menor apoyo en su país.
Islamista radical, Hekmatyar era también el más importante traficante de drogas muyahidin, y el único que había desarrollado un complejo de seis laboratorios de transformación de la heroína en el Beluchistán, región de Pakistán controlada por el ISI. Esta decisión tomada por el ISI y la CIA desmiente la habitual retórica norteamericana según la cual Estados Unidos ayudaba al movimiento de liberación afgano. De hecho, apoyaban los intereses pakistaníes (y saudíes) en un país frente al cual Pakistán no se sentía seguro. Como declaró en 1994 un dirigente afgano a Tim Weiner, periodista del New York Times, “nosotros no hemos elegido a los jefes de la guerra. Estados Unidos han creado a Hekmatyar proporcionándoles armas”.
Ahora, su deseo es “que Washington los abandone y les obligue a no matarnos, para protegernos de esta gente”. Finalmente, a principios del año 2002 Hekmatyar llamará a la “guerra santa” contra Estados Unidos desde su exilio en la capital iraní, antes de instalarse en Pakistán para organizar las operaciones anti-occidentales en Afganistán.
Los petrodólares saudíes financian a los talibanes y a Al-Qaeda
En los años 90, los petrodólares saudíes y el discreto apoyo de la CIA, del MI6 y del ISI favorecieron la emergencia de los talibanes. En efecto, según el investigador y periodista británico Nafeez Ahmed, que fue consultor en las investigaciones oficiales sobre los atentados del 11 de septiembre y del 7 de julio, a partir de 1994 y hasta el 11 de septiembre, los servicios de investigación militar norteamericanos, así como de Gran Bretaña, Arabia saudí y Pakistán han proporcionado secretamente armas y fondos a los talibanes, que cobijaban a Al-Qaeda. En 1997, Amnistía Internacional deploró la existencia de “lazos políticos estrechos” entre la milicia talibán, que había conquistado Kabul, y Estados Unidos. Bajo la tutela norteamericana, Arabia saudí continuaba financiando las madrasas. Los manuales redactados por el gobierno norteamericano a fin de adoctrinar a los niños afganos con la ideología de la yihad violenta durante la guerra fría fueron entonces aprobados por los talibanes. Se integraron en el programa base del sistema escolar afgano y fueron ampliamente empleados en las madrasas militantes pakistaníes financiadas por Arabia saudí y el ISI, con el apoyo de Estados Unidos.
En un mundo en el que, citando al general De Gaulle, “los Estados no tienen amigos, sino solamente intereses”, Nafeez Ahmed explica estas políticas clandestinas de apoyo a los talibanes en el hecho de que las administraciones Clinton y Bush esperaban servirse de estos extremistas para establecer un régimen fantoche en el país, a la manera de su bienhechor saudí. La esperanza vana y manifiestamente infundada era que un gobierno talibán asegurara la estabilidad necesario para instalar un oleoducto trans-afgano (TAPI) dirigiendo el gas de Asia central hacia Asia del sur bordeando Rusia, China e Irán. Estas esperanzas fueron canceladas tres meses antes del 11 de septiembre cuando los talibanes rechazaron las propuestas norteamericanas. El proyecto TAPI fue bloqueado a continuación, debido al control intransigente de Kandahar y de Quetta por los talibanes; en cualquier caso, este proyecto está ahora en curso de finalización, pero notoriamente sin la participación de las grandes empresas occidentales.
Recordemos que la multinacional californiana Unocal, absorbida por Chevron Texaco en 2005, negocia este proyecto con los talibanes entre 1997 y la primavera de 2001, con el apoyo del gobierno estadounidense. El régimen del mullah Omar protegía a Osama bin Laden y a sus hombres en aquel tiempo.
Siguiendo en los años 90, las políticas clandestinas de la CIA y de sus aliados británicos, saudíes y pakistaníes favorecerán el apogeo global de Al-Qaeda, una realidad documentada pero ampliamente ignorada en el mundo occidental. En este mismo artículo, Nafeez Ahmed recuerda que, como el historiador británico Mark Curtis describe minuciosamente en su sensacional libro, “Secret Affaires: La complicidad de Inglaterra con el islam radical”, los gobiernos de Estados Unidos y del Reino Unido han continuado apoyando secretamente redes afiliadas a Al-Qaeda en Asia central y en los Balcanes tras la guerra fría y por las mismas razones que anteriormente: la lucha contra la influencia rusa y ahora china, con el fin de extender la hegemonía norteamericana sobre la economía capitalista mundial. Arabia saudí, primera plataforma petrolera del mundo es el intermediario de esta estrategia anglo-americana irreflexiva.
Tras los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, la CIA endurece su política antiterrorista deteniendo arbitrariamente, torturando y liquidando a presuntos miembros supuestos o comprobados de la red de Bin Laden en el marco de la “guerra global contra el terrorismo”. Sin embargo “hacia mediados [de la década pasada] la administración Bush decidió utilizar a Arabia saudí para enviar millones de dólares a los yihadistas asociados a Al-Qaeda, extremistas salafistas e islamistas de los Hermanos Musulmanes. La intención era reforzar a estos grupos a través de Próximo Oriente y Asia central, con el objetivo de enfrentar y rechazar la influencia geopolítica del Irán chiíta y de Siria”.
En 2007 el gran periodista Seymour Hersh informa en detalle del despliegue de esta estrategia en el New Yorker, citando cierto número de fuentes gubernamentales procedentes de los medios de la defensa y de la inteligencia en Estados Unidos y en Arabia saudí. Así, la administración Bush reivindicaba una “guerra contra el terrorismo” apoyando a la vez a grupos yihadistas a través de los servicio saudíes, una política de guerra “por delegación” que encuentra sus orígenes en Afganistán en los años 80, y que se impondrá a Siria tres decenios más tarde.
La CIA coordina el esfuerzo de guerra contra Assad
En enero de 2016, cuarenta años más tarde de la creación del Safari Club, el New York Times reveló que Arabia saudí había sido “con diferencia” el principal financiero de la guerra secreta de la CIA en Siria, bautizada como “Operación Timber Sycamore”. Este diario cita el papel principal del príncipe Bandar ben Sultan en la misma, cuando dirigía los servicios saudíes entre julio de 2012 y abril de 2014, reconociendo que esta operación de “numerosos miles de millones de dólares” anuales había llevado al reforzamiento de los grupos yihadistas en Siria, con la complicidad de la CIA. Según el Times, “los esfuerzos saudíes [en Siria] fueron dirigidos por el ostentoso príncipe Bandar ben Sultan (…) quién pidió a los espías del reino comprar millares [de metralletas] AK-47 y millones de municiones en Europa del Este para los rebeldes. La CIA ha facilitado algunas (sic) de estas compras de armamento para los saudíes, entre ellas un vasto acuerdo con Croacia en 2012. Durante el verano de ese mismo año, estas operaciones parecían estar fuera de control en la frontera entre Turquía y Siria, con los Estados del Golfo como transmisores de dinero y armas a las facciones rebeldes, incluyendo grupos de los cuales altos responsables norteamericanos tienen el temor de que estén ligados a organizaciones extremistas como Al-Qaeda”.
En realidad, pese a esos temores de Washington, la CIA coordinaba clandestinamente desde enero de 2012 al menos dos redes de aprovisionamiento de armas financiadas por las petromonarquías del Golfo y Turquía: una serie de entregas aéreas desde los Balcanes, que fue recientemente objeto de una profunda investigación del BIRN y de la OCCRP, confirman el papel central de la CIA en ese tráfico ilegal de armas; y otra vía de aprovisionamiento desde Libia, según las revelaciones nunca desmentidas del periodista de investigación Seymour Hersh.