El despropósito judicial ha traspasado ya todas las líneas rojas, huelga decirlo. Toca ya sacar conclusiones. Evidentemente, no son casos aislados (porque un juez singular esté pasado de vueltas), ni se puede solucionar reformando o derogando un par de leyes. El problema es sistémico, y viene de la misma raíz de nuestro sistema político: el régimen del 78.
Lo primero que se hizo mal fue mantener todo el aparato judicial del franquismo y dejar a los mismos perros con distintos collares.
Los próceres del régimen no sólo mantuvieron su estatus en los juzgados, sino que continuaron reproduciéndose sin problema con sus privilegios de casta: un elitista sistema de acceso a la judicatura facilitó el proceso, para que fueran mayoritariamente sus cachorros los que conseguían entrar por oposición. Ya dentro del cuerpo, los filtros democráticos desaparecen completamente.
Todo lo controla el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), un grupo selecto de 21 jueces elegidos a dedo por los partidos mayoritarios exclusivamente (PP y PSOE). De esos 21 miembros depende todo. Entre sus múltiples atribuciones están la de elegir al Presidente tanto del CGPJ como del Tribunal Supremo (son el mismo), a los Presidentes de Sala y Magistrados del Tribunal Supremo, a los Presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas y a los miembros del Tribunal Constitucional. También se encarga de la selección, provisión de destinos, ascensos y régimen disciplinario de jueces y magistrados en general; de la inspección de juzgados y tribunales, y del amparo de los jueces o magistrados que se consideren inquietados o perturbados en su independencia. Por si fuera poco, fiscaliza, mediante la elaboración de informes, los anteproyectos de leyes y disposiciones generales del Estado y de las Comunidades Autónomas que afecten a determinadas materias, entre otras la organización, demarcación y planta judiciales. Y, como colofón, se encarga en exclusiva de la formación de futuros jueces, a través de la única escuela judicial de España (curiosamente en Barcelona).
En estas variadas tareas, como funcionan como una casta, todo suele quedar en familia. Los apellidos son principios de mayor peso que el mérito y la capacidad, y no es infrecuente encontrarse con sagas familiares como la del juez Ricardo González (el del voto particular absolviendo a la Manada), en la que todos los hijos han salido jueces, casualidades de la vida. La directora de la Escuela Judicial, Gema Espinosa, es la esposa del juez del Supremo, Pablo Llarena, que a su vez es hijo de dos magistrados del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León (e instructor de la causa por el «procés»). Las escasas iniciativas para protestar por los abusos en este terreno han caído siempre en saco roto. Como cuando en noviembre de 2016 las principales asociaciones profesiones denunciaron que en el CGPJ “no se respetan los criterios de competencia” y que se efectúan nombramientos de personas que tienen vínculos familiares con vocales del Órgano de Gobierno de los jueces o con cargos de la cúpula de la Fiscalía General del Estado. Venía a cuento del nombramiento Rafael Fernández, entonces fiscal en Sabadell e hijo del magistrado del Tribunal Supremo Rafael Fernández Valverde, que fue elegido entre otros 23 candidatos en apariencia con mayor experiencia profesional o tiempo en el ejercicio de la profesión, con el voto a favor del propio presidente del CGPJ, Carlos Lesmes.
Y del caso del hijo de la actual pareja de Eduardo Torres Dulce, anterior Fiscal General del Estado, que fue promocionado como letrado del Gabinete Técnico del Tribunal Supremo.
Desde las altas instancias se controla todo, y si algún juez les sale díscolo por méritos propios, siempre pueden desplazarlo, marginarlo y, en los casos más extremos, inhabilitarlo. A través del Tribunal Superior de Justicia (cuyos miembros eligen ellos mismos), si de algún juzgado provincial o autonómico sale algo que no gusta, todo tiene remedio: El TS puede enmendar la plana a cualquier sentencia de rango inferior; es el único que puede ordenar la detención de sus propios miembros y sólo él puede procesarlos y separarlos por responsabilidades civiles y penales en el desempeño de sus funciones; y el único con atribuciones para juzgar a los aforados (es decir, se encargan de velar por que los políticos y miembros de la familia real estén suficientemente protegidos, no dejando que nadie más los juzgue ni los investigue). Por encima del Tribunal Supremo y el CGPJ sólo está el rey, que no puede ser juzgado ni por ellos.
Así que todo está atado y bien atado.
Felipe VI, como antes su padre, inaugura ceremoniosamente cada año judicial en tanto que máxima autoridad. “La Justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey”, dice nuestra Constitución en su artículo 117; por lo que, para todos los órganos judiciales, salas de vistas, despachos de jueces, fiscales y letrados, la foto de Felipe VI es una obligación. En la imagen oficial aparece, como en los actos protocolarios, con toga aterciopelada, con sus correspondientes puñetas, sobre la que lleva el escudo de magistrado del Tribunal Supremo (aunque no es tal), y el Gran Collar de la Justicia (que el Presidente del CGPJ le cede, porque tampoco es suyo).
Uno de los últimos actos en que pudimos ver juntos a toda esta “Manada” de la judicatura, fue en la entrega de los despachos a la 67 promoción de la Escuela Judicial de Barcelona, en abril de este año. Felipe VI -acompañado por el presidente del CGPJ y del TS, Carlos Lesmes; el fiscal general del Estado, Julián Sánchez Melgar; el presidente del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, Jesús María Barrientos; la directora de la Escuela Judicial, Gema Espinosa, y su esposo, el juez del Supremo, Pablo Llarena-, trasladó su firme respaldo a los jueces como «garantía última de los derechos y libertades» de todos los ciudadanos y «factor esencial para el respeto de la ley como expresión democrática de la voluntad». “Gozáis del respaldo de todos -les aseguró muy convencido- para que vuestra actuación responda fielmente a las expectativas depositadas en la labor de juez, como garantía última de los derechos y factor esencial para el respeto de la ley, como expresión democrática de la voluntad de los ciudadanos”. Y los asistentes, en pie, le brindaron una cerrada ovación.
https://www.diarijornada.coop/opinio/20180625/manada-judicial