Una enfermedad mortal para la democracia

Creonte: ¡Cómo! ¿Ha de ser la ciudad la que ha de dictarme lo que debo hacer?
Creonte: ¿Es que incumbe a otro que a mí el gobernar a este país?
Hemón: No hay ciudad que pertenezca a un solo hombre.
Creonte: Pero ¿no se dice que una ciudad es legítimamente del que manda?
(Antígona)

Estas palabras escritas por Sófocles (442 a.n.e) hace más de dos mil cuatrocientos años, deben haber sido el espejo en el cual se han mirado y regocijado las hordas gobernantes mundiales desde marzo de 2020. Así como en la tragedia griega el resultado de la acción de Creonte tiene como resultado la desesperación y la muerte, la acción de los que han actuado como él han sembrado el mundo de desesperación y muerte. Y en su afán autoritario niegan cualquier posibilidad de razonamiento.

Y los Creontes mundiales, agazapados en una legitimidad servil respaldada por los dioses de las grandes corporaciones, incluso han negado por primera vez desde Antígona, despedir a los muertos. “¿Cómo hemos podido aceptar, tan solo en nombre de un riesgo que era imposible de precisar, que las personas a las que apreciamos, y los seres humanos en general, no solo muriesen solos –algo que nunca había sucedido en la historia desde Antígona hasta hoy–, sino que sus cadáveres fuesen incinerados sin funerales? (1)

“El entierro de los muertos, el riesgo personal, el desdén por los reglamentos abstractos, el suicidio como acto de inmolación, es lo que antepone Antígona a la Ley mala, la ley abstracta. La que acusa a los que mantienen la norma estatal sin el respaldo moral que pueda convencer al último o a la última de las discrepantes… si perdemos el cuidado más hondo, el del abrazo y la visita a nuestros muertos, esto es, el tema de las grandes leyendas de la humanidad, nos será más difícil el rudo debate con los mercaderes de la muerte estadística, que como parece abstracta, la consideran como la cuota necesaria para seguir dominando el mundo” (2).

Lo que nos ha traído la impuesta pandemia ha sido un esfuerzo inimaginable para borrar cualquier signo de humanidad en los habitantes del planeta. La pérdida de humanidad es necesaria para conseguir las metas propuestas por el “nuevo espíritu del globalismo” que precisa de seres amorfos, obedientes, centrados solamente en sí mismos capaces de pisotear incluso a sus seres queridos para poder alcanzar la gloria de pertenencia a una sociedad posthumana o transhumana, en la cual las personas estén regidas por sofisticados algoritmos que decidan su comportamiento en el momento de tomar decisiones respecto a sí mismos y en relación al conjunto de la sociedad.

Ciertas clases sociales hace tiempo inmemorial que han relegado a la basura los rasgos característicos de la raza humana, lo cual hemos comprobado durante estos dos últimos años. Mientras una parte de la sociedad se hundía en la desesperación, la muerte y la pobreza, los organizadores de este apocalipsis han amasado en un breve período temporal, fortunas inmensas que los han convertido en los auténticos amos del mundo.

¿Pero y el proletariado mundial?, que ha sido junto a la desmembrada clase media, el objeto de este descalabro, al igual que en las grandes guerras. Y así como en las guerras se ha comprometido en la salvación de los capitales de “su clase dominante” esperando con ello una gratificación posterior, o imaginando que con su sacrificio se convertirían en sujetos de la historia, en esta nueva versión del agonismo del capital caracterizado por la presencia de enemigos invisibles, también se ha comprometido en la salvación de su clase dominante y ha defendido la puesta en circulación de armas de destrucción masiva.

Pero a diferencia de otras guerras mundiales, en la actual las armas se disparan contra la población indefensa ya que el supuesto “enemigo” no se sabe donde radica, ni tan solo si existe. Dicen que se trata de inocular las nuevas armas de destrucción en el interior de cada ciudadano para disponer de ellas ante la agresión de este enemigo invisible. Pero ya se está dando el caso que dichas armas explotan en el interior de cada individuo. Son daños colaterales, dicen los expertos.

Aceptado el sacrificio de participar en esta guerra, armados con algo inexplicable e inescrutable, protegido por el derecho de patente, el mundo se encamina presto a una aventura en la cual cualquier semejante puede ser portador del enemigo invisible. Y para conjurar este peligro nada más indicado que ser portador de un certificado de “limpieza de sangre” como salvoconducto, quedando los que no disponen de él como potenciales fuerzas enemigas a las cuales es preciso aislar, reprimir y si es preciso eliminar tanto social como físicamente.

En esta guerra, que inicialmente estaba encabezada por militares, policías y sayones, se han ido incorporando huestes del más variado colorido. Ahora, con porte militar, cualquier camarero o camarera, dependientes de comercio, porteros de cines, teatros y espectáculos varios se han investido de autoridad para poder exigir los certificados de limpieza de sangre a las personas que pretendan introducirse en unos espacios de los cuales estos pobres asalariados con contratos precarios, se sienten por primera vez en su vida “dueños” de la vida ajena y actúan como representantes de la legalidad otorgada por los nuevos dioses.

A este extremo ha llegado la degeneración del proletariado.

El sacrificio a los nuevos dioses tecnológicos, pandémicos, algorítmicos, mediáticos, políticos y académicos, ha sido considerado por una parte importante de la población mundial como un compromiso con los causantes de la desesperación y la muerte a la espera de una anunciada retribución al amparo de la nueva normalidad conocida como “el gran reinicio” de una carrera hacia un futuro ignoto.

Los que ya hemos visto nacer y crecer dos o tres generaciones, mantenemos el recuerdo de un tiempo en el cual el enemigo no era invisible, sino tangible y perteneciente a una clase social antagónica. Tal vez dentro de dos o tres generaciones posteriores renazca un nuevo proletariado que se niegue a ser el complemento de los actuales dioses y se niegue a obedecer cuando se le intente inocular estas armas de destrucción masiva y se le impida despedir y enterrar a sus muertos.

(1) Trazos de Antígona en pandemia. Carlos Gutiérrez, Juan Jorge Michel Fariña. Universidad de Buenos Aires, https://www.aesthethika.org/Trazos-de-Antigona-en-pandemia
(2) https://www.pagina12.com.ar/261547-antigona

comentario

  1. No lo ha podido decir mejor Josep. Lo verdaderamente increíble es que todo esto siga contanto con el asentimiento de la mayoría. Y hay que decir «increíble» para evitar calificarlo.

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