Nacionalismo español

Nicolás Bianchi

Vamos a partir de una conclusión que habría que demostrar y a la que llega el historiador Juan Sisinio Pérez Garzón en su libro “La gestión de la memoria”.

La tesis es que, por ejemplo, un concepto tan usado como el de “cultura española” se ve incuestionable por obvio. Juega con la ventaja de un nacionalismo que no se presenta como tal y que da por supuesto que “lo español” ya está definido de una vez por todas y acabáramos.

Vaya por delante que ninguna cultura nacional o idioma o religión se han formado en aislamiento, no son productos endógenos. El lerdismo actual ultranacionalista y chovinista, una vez conquistado el islote de Perejil, hazaña bélica sin par, encuentra uno de sus últimos refugios en el deporte profesional (trufado de dopajes). Pones la radio o enchufas la tele y un locutor nos informa de qué han hecho “los nuestros” en la NBA norteamericana, algo de rabiosa actualidad. Ya no es el español tan bajito. Recuerdo al ciclista ¿español? Luis Ocaña, hijo de emigrantes conquenses en la República francesa. Sus éxitos deportivos vinieron de perlas a la escuálida dieta patriótica española. Pero Ocaña (en francés “Ocana”) tenía un defecto glosopédico: su fortísimo acento francés cuando se expresaba en “español”. Y una tara: en el idioma de Molière se expresaba infinitamente mejor que en el de Cervantes. Luego se suicidó y ya nadie se acuerda de sus gestas en el Tour. Era un español “a medias”, sin el ADN de Bahamontes, que este sí que era español de cojones.

El ejemplo tal vez esté cogido por los pelos, pero las patentes de españolidad dicen que no es lo mismo un triunfo del pinteño Contador que del navarro Indurain, entre un cristiano viejo o un probable agote. Los Reyes Católicos “ya eran españoles”, según la historiografía liberal del siglo XIX, y no digamos el Cid (Viriato no, éste sería “portugués”, lusitano) o Isidoro de Sevilla (Hispalis). Los musulmanes derrotados en Granada no eran “españoles”, ni siquiera “otros españoles” como los sefardíes expulsados de su tierra. Y, sin embargo, en las relaciones internacionales, los “hispanos” eran los árabes peninsulares. El resto astures, leoneses, castellanos, navarros, aragoneses, en definitiva, ”cristianos”, pero jamás “españoles”. Abderramán sería más “español” que Pelayo. A alguien le va a dar un soponcio…

El nacionalismo español, pues tiene la dudosa virtud de presentarse como si no fuera nacionalista, como si sus pretensiones fueran lo natural y normal o incuestionable. En este sentido –dice el autor-, el nacionalismo español, confundido con la propia historia del Estado desde las Cortes de Cádiz, al no definirse como tal nacionalismo, resulta difícil discernirlo de la historia política general en la que el concepto de España se plantea desde el supuesto incuestionable de la existencia unitaria de un Estado que no deja de ser el reducido y menguado heredero territorial de una monarquía tan plural como dispersa en sus posesiones. Seguiremos.

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