Las redes sociales son filiales del FBI y la CIA

Los Archivos de Twitter han destapado una alianza secreta entre las empresas tecnológicas, las centrales de inteligencia y el gobierno. La última vez que el Congreso de Estados Unidos trató de averiguar lo que tramaban los servicios de seguridad del país fue hace casi medio siglo. En 1975, el Comité Church logró tomar una instantánea fugaz, aunque nada completa, de los bajos fondos en los que operan centrales como la CIA, el FBI y la NSA.

Tras el escándalo Watergate, la comisión del Congreso y otras investigaciones relacionadas descubrieron que los servicios de inteligencia del país tenían amplios poderes de vigilancia y estaban implicados en una serie de actos ilegales o inconstitucionales. Subvertían y asesinaban de forma encubierta a dirigentes extranjeros. Habían cooptado a cientos de periodistas y muchos medios de comunicación de todo el mundo para promover noticias falsas. Espiaban y se infiltraban en grupos políticos y de derechos civiles. Manipularon el discurso público para proteger y ampliar su poder de control.

El propio senador Frank Church advirtió de que el poder de los aparatos de inteligencia podría en cualquier momento “volverse contra el pueblo estadounidense, y a ningún estadounidense le quedaría privacidad alguna, tal es la capacidad de vigilarlo todo […] No habría lugar donde esconderse”.

Desde entonces, las posibilidades tecnológicas de invadir la intimidad han aumentado espectacularmente, y el alcance de las agencias de inteligencia, sobre todo después del 11-S, ha avanzado de un modo que Church nunca podría haber previsto.

Por eso, la creación de un nuevo Comité Church hace tiempo que debería haberse producido. Por las más discutibles circunstancias y por los motivos más partidistas, puede que por fin esté a punto de producirse algún tipo de nueva creación.

El mes pasado, una prolongada batalla en el seno del Partido Republicano para elegir a Kevin McCarthy como nuevo presidente de la Cámara de Representantes le obligó a ceder a las exigencias del ala reaccionaria del partido. Entre otras cosas, aceptó crear un comité sobre lo que se ha dado en llamar la “militarización” del gobierno federal. Esta comisión ya ha celebrado su primera reunión. La comisión dijo que su tarea consistiría en examinar “la politización del FBI y del Departamento de Justicia y los ataques a las libertades civiles de los estadounidenses”.

En un discurso ante la Cámara sobre el nuevo comité, el representante republicano Dan Bishop dijo que era hora de acabar con la “podredumbre” en el gobierno federal: “Estamos poniendo al Estado profundo sobre aviso. Vamos a por vosotros”. Los demócratas ya están denunciando el comité como una herramienta de Trump y sus partidarios, diciendo que los más reaccionarios quieren desacreditar a los servicios de seguridad y sugerir prevaricación en el trato hacia el antiguo presidente.

El crecimiento exponencial del control

Pero, aunque es casi seguro que la comisión acabará siendo utilizada para ajustar cuentas políticas, puede que consiga arrojar luz sobre algunos de los aterradores nuevos poderes que los servicios de seguridad han acumulado desde aquel informe de la Comisión Church.

El grado en que esos poderes se han multiplicado debería ser obvio para todos. Los documentos filtrados por Snowden hace una década mostraban la vigilancia ilegal masiva en el país y en el extranjero por parte de la Agencia de Seguridad Nacional. Wikileaks ha publicado expedientes que no sólo revelaban crímenes de guerra de Estados Unidos en Irak y Afganistán, sino también un enorme programa de piratería informática a escala mundial por parte de la CIA.

En lo que puede ser una señal del poder de las agencias de seguridad para infligir represalias a quienes desafían su poder, tanto Assange como Snowden han sufrido graves consecuencias. Snowden se ha visto obligado a exiliarse en Rusia, uno de los pocos países donde no puede ser extraditado a Estados Unidos y encerrado. Assange ha sido encarcelado mientras las autoridades estadounidenses buscan su extradición, para que pueda desaparecer en una prisión de máxima seguridad para el resto de su vida.

Ahora, en un imprevisto giro de los acontecimientos, un multimillonario ha abierto otra ventana a las manipulaciones encubiertas de los servicios de seguridad, esta vez en relación con las plataformas de medios sociales y el proceso electoral estadounidense. En esta ocasión, los actores principales son el FBI y el Departamento de Seguridad Interior, creado por el gobierno de Bush tras los atentados del 11 de septiembre.

Tras comprar la red social Twitter el año pasado, Elon Musk dio acceso a los archivos de la empresa a un puñado de periodistas independientes. En una serie continua de investigaciones denominadas “Archivos de Twitter”, publicadas como largos hilos en la plataforma, estos periodistas han dado sentido a lo que ocurría bajo los anteriores propietarios de Twitter.

La conclusión es que, tras la elección de Trump, las agencias de seguridad estadounidenses -ayudadas por la presión política, especialmente del Partido Demócrata- se introdujeron agresivamente en los procesos de toma de decisiones de Twitter. Otras grandes plataformas de redes sociales parecen haber llegado a acuerdos similares.

La alianza entre los espías, las empresas tecnológicas y los medios de comunicación

Los Archivos de Twitter sugieren una alianza emergente pero oculta entre los servicios de inteligencia estatales, Silicon Valley y los medios de comunicación tradicionales para manipular la información en Estados Unidos, así como en gran parte del resto del mundo. Los miembros de la alianza justifican mutuamente su intromisión en la política estadounidense -oculta a la vista del público- como una respuesta necesaria frente al rápido ascenso de un nuevo populismo. Trump y sus partidarios habían llegado a dominar el Partido Republicano, y una izquierda populista encabezada por el senador Bernie Sanders había hecho incursiones limitadas en el Partido Demócrata.

Las redes sociales suscitaron especial preocupación entre los servicios de seguridad porque se consideraban el vehículo que había desatado esta ola de descontento popular. Según un informe de The Intercept, un funcionario del FBI señaló el año pasado que “la información subversiva en las redes sociales podría socavar el apoyo al gobierno estadounidense”.

La seguridad del Estado vio en una alianza con el sector privado de las grandes empresas tecnológicas la oportunidad para proteger a la vieja guardia de la política, especialmente en el Partido Demócrata. Figuras como Biden y la ex presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, fueron vistos como herramientas fiables, posicionadas para preservar la legitimidad de un capitalismo neoliberal turboalimentado, y las guerras eternas que han sido el alma de los aparatos de inteligencia.

Esta asociación ha sido útil a todas las partes. Silicon Valley ha sido el camino elegido por muchos liberales que creen que el progreso es más factible a través de medios tecnológicos que dependen de la estabilidad social y el consenso político. Lógicamente, el populismo y la polarización que engendra les incomodan.

Tanto los servicios de seguridad como los políticos más centristas de los partidos republicano y demócrata entienden que están en el punto de mira de la política populista por los fracasos de décadas: una creciente polarización de la riqueza entre ricos y pobres, una economía estadounidense que cruje, unos servicios de bienestar social agotados o inexistentes, la capacidad de los ricos para comprar influencia política, la constante pérdida de riqueza y vidas en guerras aparentemente inútiles libradas en tierras lejanas, y unos medios de comunicación que rara vez se ocupan de los ciudadanos de a pie.

En lugar de centrarse en las causas reales de la creciente ira y el sentimiento antisistema, los servicios de seguridad ofrecieron a los políticos y a Silicon Valley un plan más reconfortante: los populistas, tanto de derechas como de izquierdas, no expresaban su frustración por el fracaso del sistema político y económico estadounidense; su objetivo era sembrar el descontento social para favorecer los intereses de Rusia.

Como consta en las actas de una reunión del Departamento de Seguridad Interior celebrada el pasado mes de marzo, el nuevo objetivo era frenar “los datos subversivos utilizados para abrir una brecha entre la población y el gobierno”.

Esta estrategia alcanzó su cenit con el “Rusiagate”, años de histeria sin pruebas promovida por los servicios de inteligencia y el Partido Demócrata. Su argumento central era que Trump solo pudo derrotar a su rival demócrata Hillary Clinton en las elecciones presidenciales de 2016 gracias a la connivencia con Moscú y a las operaciones rusas de influencia a través de las redes sociales. Como en el juego del topo, cualquier indicio de mala conducta o criminalidad por parte de los servicios de seguridad, o de fallos sistémicos por parte de la clase política estadounidense, se tachaba ahora de “desinformación rusa”.

En la práctica, las acusaciones de “desinformación rusa” simplemente sirvieron para polarizar aún más la política estadounidense.

Las cuestiones clave planteadas por los Archivos de Twitter -la connivencia de los aparatos de seguridad con las empresas tecnológicas y los medios de comunicación, la intromisión en las elecciones y la manipulación y desviación de la narrativa- han quedado subsumidas y oscurecidas por el partidismo político.

El interés por los Archivos de Twitter se ha limitado en gran medida a la reacción pura y dura. Los demócratas, de forma visceral, han tachado las revelaciones de “tonterías”.

Un clima de miedo

Desde que se apoderó de Twitter, Musk ha pasado de ser el favorito de los liberales por sus coches eléctricos Tesla, a convertirse casi en un paria. En octubre el gobierno de Biden desmintió las informaciones que apuntaban a que estaba estudiando una revisión de seguridad nacional de sus negocios ante la “postura cada vez más favorable a Rusia” de Musk. Su estatus como el hombre más rico del mundo se ha derrumbado rápidamente junto con su reputación.

La ironía es que las mismas agencias de seguridad que azuzaron la histeria del “Rusiagate” se ven ahora expuestas en los Archivos de Twitter como perpetradoras de la misma interferencia de la que acusaban a Moscú.

Durante las elecciones presidenciales de 2016, se dijo que Rusia había confabulado con Trump y le había ayudado utilizando las redes sociales para sembrar la discordia y manipular al electorado estadounidense. Una investigación oficial posterior llevada a cabo por Robert Mueller no pudo confirmar esas acusaciones. En cambio, los Archivos de Twitter indican que no fue Rusia, sino el FBI, el Departamento de Seguridad Nacional y la CIA -las mismas agencias que argumentan que Rusia amenazó el orden político en Estados Unidos- los que buscaron agresiva y clandestinamente influir en la opinión pública estadounidense.

Los Archivos de Twitter sugieren que es el aparato de seguridad nacional de Estados Unidos, mucho más que Rusia, el que representa la verdadera amenaza. El clima de miedo que estas agencias alimentaron en torno a la supuesta “desinformación rusa” no sólo influyó en la opinión pública, sino que dio a la comunidad de inteligencia aún mayor influencia sobre las redes de medios sociales y más licencia para acumular mayores poderes.

Los espías son quienes deciden a quién se permite ser escuchado en las redes sociales -incluso Trump fue vetado mientras era presidente- y qué se puede decir. A menudo, esas decisiones no se toman para prevenir un delito o hacer cumplir las leyes, ni siquiera por el bien público, sino para controlar férreamente el discurso político y marginar las críticas serias al gobierno.

El hecho de que la connivencia entre las plataformas de medios sociales y estas agencias se haya producido en secreto es en sí mismo un indicio de la naturaleza nefasta de lo que ha estado ocurriendo.

Las presiones ocultas

Los Archivos de Twitter abren una ventana a un fenómeno que parece haberse extendido a todas las redes sociales. Tradicionalmente, los liberales han defendido el uso de la censura por parte de las empresas propietarias de las redes sociales, alegando que estas plataformas son empresas privadas que pueden hacer lo que quieran. Se supone que su comportamiento no constituye una violación de las protecciones de la Primera Enmienda a la libertad de expresión.

Sin embargo, los Archivos de Twitter demuestran que las redes han respondido a menudo a presiones ocultas, ya sea directamente del gobierno o a través de sus centrales de inteligencia, a la hora de restringir lo que se puede decir. Como los Archivos han señalado en repetidas ocasiones, Twitter, al igual que otras redes sociales, ha llegado a funcionar menos como una empresa privada y más como “una especie de filial del FBI”.

En 2017, en el punto álgido del pánico del “Rusiagate”, el FBI creó un Grupo de Trabajo de Influencia Extranjera, cuyo número pronto aumentó a 80 policías. Su trabajo ostensible era servir de enlace con las distintas redes para frenar la supuesta injerencia extranjera en las elecciones.

Los ejecutivos de Twitter no tardaron en reunirse y comunicarse regularmente con altos funcionarios del FBI, al tiempo que recibían un sinfín de peticiones de retirada de contenidos para evitar la “desinformación rusa”. Al parecer, la CIA también asistió a las reuniones, bajo la denominación de OGA u “otra agencia gubernamental”. Aunque el grupo de trabajo se ocupaba de la influencia extranjera, al parecer se convirtió en un “conducto para montañas de peticiones de moderación nacionales, de gobiernos estatales e incluso de la policía local”.

Bajo la creciente presión entre bastidores de los servicios de inteligencia, y en público de los políticos, las redes sociales empezaron a elaborar listas negras secretas, con la ayuda de información de los servicios de seguridad, para limitar el alcance de las cuentas o impedir que los temas fueran tendencia. Los efectos eran a menudo difíciles de pasar por alto y, en 2018, Trump declaró que investigaría estas prácticas.

En respuesta, los ejecutivos de Twitter negaron públicamente que practicaran el “bloqueo en la sombra”, un término para cuando las publicaciones o las cuentas se hacen difíciles o imposibles de encontrar. De hecho, Twitter simplemente había inventado una frase diferente para el mismo régimen exacto de supresión de la expresión. Lo llamaron “filtro de visibilidad”.

Esta censura no sólo se utilizó contra cuentas sospechosas de ser bots o contra quienes difundían desinformación evidente. Incluso figuras públicas eminentes que tenían autoridad para hablar sobre un tema eran secretamente señaladas si desafiaban las informaciones clave del gobierno.

El epidemiólogo de Stanford Jay Bhattacharya, por ejemplo, sufrió un “filtro de visibilidad” durante la pandemia, después de que criticara los confinamientos por causar daño a los niños. Fue incluido en una “lista negra de tendencias”.

Otros destacados médicos que cuestionaron la ortodoxia gubernamental también han sido marginados por Twitter, según descubrieron los Archivos, a menudo bajo la presión directa de la Casa Blanca o de los grupos de presión de las empresas de vacunas.

Pero la víctima más destacada del régimen de censura de Twitter fue el propio Trump. Fue vetado el 8 de enero de 2021, a pesar de que, al parecer, el personal acordó entre bastidores que no podían basar tal decisión en ninguna violación directa de sus normas.

La influencia rusa

Las secuelas del Rusiagate llevaron a Twitter a caer más aún en los brazos de los servicios de seguridad. A principios de 2018, un representante republicano, Devin Nunes, presentó un memorando clasificado al Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes en el que detallaba supuestos abusos del FBI en la vigilancia de una figura relacionada con Trump.

El FBI se habría basado en el llamado dossier Steele, financiado en parte por Clinton y el Partido Demócrata, pero presentado inicialmente por los medios de comunicación como una investigación independiente, dirigida por los servicios de inteligencia, investigación que verificaría la colusión entre el equipo de Trump y Moscú.

La noticia del memorándum provocó una tormenta en las redes sociales entre los partidarios de Trump, alimentando una etiqueta viral: #ReleaseTheMemo. Las acusaciones de Nunes fueron verificadas casi dos años después por una investigación del Departamento de Justicia. Sin embargo, en aquel momento, los políticos demócratas y los medios de comunicación se apresuraron a ridiculizar el memorándum, calificando cualquier petición de publicación como una “operación de influencia rusa”.

Los ánimos se caldearon en las grandes tecnológicas. Las propias investigaciones de Twitter no pudieron identificar ninguna implicación rusa y sugirieron que el hashtag se había hecho tendencia de forma planificada, impulsada por tuiteros muy importantes.

Pero los ejecutivos de Twitter no tenían ganas de pelea. En lugar de enfrentarse al Partido Demócrata -y muy probablemente detrás de él al FBI, preocupado por las revelaciones del memorándum-, Twitter siguió “un patrón servil de no rebatir de forma oficial las afirmaciones sobre Rusia”, señaló Matt Taibbi, uno de los periodistas que trabajaron en los Archivos de Twitter.

Pronto, los principales medios de comunicación culparon a Rusia de cualquier etiqueta embarazosa que se hiciera viral, como #SchumerShutdown, #ParklandShooting y #GunControlNow. A medida que se intensificaba la campaña de acusaciones del Rusiagate, Twitter se vio sometida a una presión cada vez mayor para actuar. En 2017, examinó manualmente unas 2.700 cuentas marcadas como potencialmente sospechosas. La gran mayoría fueron eliminadas. Twitter suspendió 22 de ellas como posibles cuentas rusas, mientras que se descubrió que otras 179 tenían “posibles vínculos” con esas cuentas.

Los políticos demócratas se indignaron y, al parecer, se basaron en fuentes de inteligencia para respaldar su afirmación de que las redes sociales estaban plagadas de bots rusos. Twitter respondió creando un “grupo de trabajo sobre Rusia” para investigar más a fondo, pero de nuevo no encontró pruebas de una campaña de influencia rusa. Lo único que identificó fueron unos cuantos carteles de “lobos solitarios” que gastaban poco dinero en anuncios.

No obstante, Twitter se vio inmerso en una crisis de relaciones públicas, con políticos y medios de comunicación del establishment acusándolo de pasividad. El Congreso amenazó con una legislación draconiana que privaría a Twitter de ingresos publicitarios. La incapacidad de Twitter para encontrar cuentas de influencia rusa provocó una acusación de Politico: “Twitter borró datos potencialmente cruciales para las investigaciones sobre Rusia”. La investigación original de Twitter sobre las 2.700 cuentas alimentó extravagantes afirmaciones en los medios de comunicación de que se había descubierto una “nueva red” de bots rusos.

En medio de esta tormenta de fuego, Twitter cambió repentinamente de táctica, declarando públicamente que eliminaría contenido “a nuestra entera discreción”, pero en realidad era mucho peor que eso. Como informó Taibbi en uno de los Twitter Files, la empresa decidió en privado “retirar” todo lo que “la comunidad de inteligencia de Estados Unidos identificara como una entidad patrocinada por el Estado que realizaba operaciones cibernéticas”.

Twitter se vio cada vez más asediado. Un Archivo de Twitter publicado el mes pasado sostiene que un destacado grupo de presión online llamado Hamilton 68 -con vínculos con los servicios de inteligencia- perpetró “una estafa” sobre la desinformación rusa.

Su página web suscitó interminables titulares en los medios de comunicación estadounidenses tras indicar que había descubierto una campaña de influencia rusa en las redes sociales, en la que estaban implicados cientos de usuarios. Los medios de comunicación publicaron estas afirmaciones como prueba de que las redes sociales estaban invadidas por bots rusos. El personal de Hamilton 68 fue incluso invitado a declarar ante altos cargos políticos del Congreso.

Sin embargo, a pesar de este furor, Hamilton 68 nunca hizo pública la lista de bots que decía haber descubierto. Las investigaciones internas de Twitter revelaron que casi todos los de la lista eran usuarios corrientes.

La Alianza para la Seguridad de la Democracia (ASD), que albergó Hamilton 68 y su sucesor Hamilton 2.0, publicó una “hoja informativa” en respuesta a los Archivos de Twitter en la que negaba las acusaciones y sugería que sus datos habían sido “constantemente malinterpretados o tergiversados” por los medios de comunicación y los legisladores, a pesar de los “amplios esfuerzos por corregir las ideas erróneas en su momento”. La ASD señaló que nunca sugirió que todos los bots fueran rusos, pero que estaba supervisando algunos que podrían haberlo sido.

Cabe destacar que Hamilton 68 estaba dirigido por un antiguo alto cargo del FBI. Los directivos de Twitter no se opusieron públicamente a la avalancha mediática, y se encontraron con una reprimenda cuando intentaron plantear sus preocupaciones en privado a los periodistas.

El ombligo del FBI

Como muestra de lo estrecha que se había hecho la relación entre el FBI y Twitter, Twitter contrató como asesor jurídico a James Baker, antiguo abogado jefe del FBI. Baker había sido una de las figuras centrales en los esfuerzos por pintar una imagen -de nuevo ahora desacreditada- de colusión entre Trump y Moscú. Muchos otros que habían dejado el FBI se fueron directamente a Twitter. Entre ellos, Dawn Burton, ex subjefa de personal del jefe del FBI James Comey, que inició la investigación del Rusiagate. Se convirtió en directora de estrategia de Twitter en 2019.

Existían lazos similares con los servicios de seguridad británicos. Twitter contrató a Gordon MacMillan como su principal asesor editorial sobre Oriente Medio. Era un puesto a tiempo parcial, ya que servía al mismo tiempo en la unidad de guerra psicológica del ejército británico, la 77 Brigada.

En 2020, a medida que se desarrollaba la pandemia, otras agencias gubernamentales vieron su oportunidad de emprender una campaña paralela contra Twitter centrada en los supuestos esfuerzos de China por difundir la desinformación sobre la pandemia. Un brazo de inteligencia del Departamento de Estado, el Global Engagement Center, utilizando datos del gobierno federal, alegó que 250.000 cuentas de Twitter estaban amplificando “propaganda china”, una vez más para sembrar el desorden. Entre esas cuentas figuraban el ejército canadiense y la CNN.

Los correos electrónicos entre ejecutivos de Twitter muestran que tenían sus propias opiniones sobre lo que la campaña esperaba conseguir. Los funcionarios del Departamento de Estado querían “colarse” en ese consorcio de agencias, tales como el FBI y el DHS, que estaban autorizadas a retirar contenidos de Twitter.

Es revelador que Twitter se opusiera a la inclusión del Departamento de Estado, y en términos que contrastaban fuertemente con su enfoque del FBI y el DHS. Los ejecutivos consideraban que el Departamento de Estado era más “político” y “trumpista”.

Al final, se sugirió que el FBI serviría de “ombligo” o núcleo a través del cual Silicon Valley mantendría informados a otros organismos gubernamentales. El resultado, según los Twitter Files, fue que Twitter “recibía peticiones de todos los organismos gubernamentales imaginables”, y a menudo en masa. La plataforma casi nunca decía que no a las peticiones de eliminar cuentas acusadas de ser bots rusos.

A medida que Twitter se volvía más dócil y débil, incluso algunos políticos estadounidenses de alto rango trataron de entrar en escena. Adam Schiff, entonces jefe del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, pidió que se bloqueara a un periodista que no le gustaba. Aunque Twitter se mostró reacio a acceder a tales peticiones, “desamplificó” algunas cuentas.

A medida que se acercaban las elecciones de 2020, el flujo de peticiones de servicios de seguridad se convirtió en un diluvio que amenazaba con desbordar a Twitter. Muchas de ellas no estaban relacionadas con la influencia extranjera, el objetivo aparente del grupo de trabajo del FBI. En su lugar, los envíos a menudo parecen haber afectado a cuentas nacionales. Rara vez detallaban infracciones de la ley o amenazas terroristas, presumiblemente el principal ámbito de interés del FBI, sino que se centraban en infracciones mucho menos definidas de las “condiciones de servicio” de Twitter.

A menudo, las cuentas se enfrentaban a la “ejecución digital” no porque lo que se dijera fuera desinformación verificable, sino porque los tuits cruzaban líneas rojas políticas: señalar un problema neonazi en Ucrania, o ser demasiado comprensivos con el dirigente venezolano Maduro o con Putin.

El ordenador portátil del hijo de Biden

Una vez infiltrados en las empresas tecnológicas, los servicios de seguridad habrían utilizado sus poderes para, de forma encubierta, modular convenientemente las discusiones en torno a las elecciones presidenciales de 2020.

Quizás la mayor revelación hasta el momento -que confirma las sospechas de la reacción- es que las redes sociales y las agencias de seguridad del Estado desempeñaron un papel en la supresión de la historia del ordenador portátil del hijo de Biden semanas antes de las elecciones de 2020.

En vísperas de la votación, el grupo de trabajo del FBI preparó el terreno afirmando ante ejecutivos de Silicon Valley que Rusia intentaría “volcar” información hackeada para dañar al candidato demócrata a la presidencia, Biden. Se trataba supuestamente de una repetición de las elecciones de 2016, cuando la publicación de correos electrónicos internos del Partido Demócrata perjudicó a la entonces candidata, Hillary Clinton.

Tras la elección de Trump, gran parte de la narrativa del Rusiagate surgió de las afirmaciones sin pruebas de los servicios de seguridad de que esos correos electrónicos embarazosos, que indicaban corrupción política entre los dirigentes del Partido Demócrata, fueron pirateados por Rusia.

Las pruebas que sugerían una explicación diferente -que los correos electrónicos fueron filtrados por un infiltrado descontento- fueron ampliamente ignoradas. El furor provocado por la historia ocultó el hecho de que los correos electrónicos, y sus revelaciones condenatorias sobre el Partido Demócrata, eran demasiado reales.

Basándose en las advertencias de los servicios de inteligencia, las plataformas de medios sociales se apresuraron a bloquear las informaciones sobre el portátil de Hunter Biden, que sugería relaciones ‘problemáticas’ entre la familia Biden y funcionarios extranjeros en Ucrania. Los responsables de Joe Biden negaron cualquier irregularidad por parte del entonces candidato presidencial, mientras que el propio Hunter se mostró evasivo sobre si el portátil le pertenecía. La historia, destapada por el derechista New York Post, fue declarada inmediatamente una operación de influencia rusa por docenas de ex funcionarios de inteligencia.

Pero en realidad, el FBI sabía casi un año antes de que la historia se hiciera pública que el portátil pertenecía a Hunter Biden, y que la información que contenía no era probablemente falsificada o pirateada. El propietario de una tienda de informática de Delaware al que Hunter Biden había pedido que reparara su portátil había informado al FBI de sus sospechas. La agencia incluso había convocado el dispositivo judicialmente.

Esta cadena de acontecimientos plantea dudas sobre si el FBI decidió adelantarse a los impactos de la historia del portátil, que amenazaba las posibilidades electorales de Joe Biden en 2020, antes de que la prensa de derechas pudiera publicarla. Parece que manipularon a los medios, incluidas las redes sociales, para que asumieran que cualquier historia que perjudicara a Biden antes de las elecciones era desinformación rusa.

Las grandes tecnológicas tenían otras razones en ese momento para creer que la historia era probablemente cierta. El New York Post había realizado las comprobaciones habituales. Otros reporteros no tardaron en confirmar que la información había salido del portátil de Hunter Biden. No obstante, Twitter se apresuró a aceptar la afirmación de que la historia violaba su política contra la publicación de material pirateado, haciéndose eco de la afirmación del FBI de que se trataba de desinformación rusa. Otros, como Mark Zuckerberg en Facebook, también aceptaron las afirmaciones del FBI por confianza, como admitió más tarde.

Las redes sociales tomaron la medida sin precedentes de bloquear los intentos de compartir la historia en sus plataformas, lo que podría haber repercutido en el resultado de las elecciones de 2020, algo visto por gran parte de la derecha republicana como un crimen contra la democracia, y por muchos simpatizantes del Partido Demócrata como una desafortunada necesidad de defender el orden democrático.

La guerra psicológica

La connivencia entre las plataformas de redes sociales y la inteligencia estadounidense en torno al Rusiagate no fue una aberración. Según los citados Archivos, Twitter dio al Pentágono una dispensa especial, en violación de sus propias políticas, para crear cuentas para llevar a cabo “operaciones de influencia psicológica en línea”.

Twitter ayudó a los militares a crear 52 cuentas falsas en árabe para “amplificar determinados mensajes”. Estas cuentas promovían objetivos militares estadounidenses en Oriente Medio, incluidos mensajes que atacaban a Irán, apoyaban la guerra liderada por Arabia Saudí en Yemen y afirmaban que los ataques de drones estadounidenses sólo alcanzaban a terroristas.

En mayo de 2020 Twitter detectó docenas de cuentas más que el Pentágono no había revelado y que tuiteaban en ruso y árabe sobre temas como Siria y el Estado Islámico. Según Lee Fang, uno de los periodistas que trabajó en los Archivos de Twitter, “muchos correos electrónicos de todo 2020 muestran que los ejecutivos de alto nivel de Twitter eran muy conscientes de la vasta red [del Departamento de Defensa] de cuentas falsas y propaganda encubierta y no suspendieron las cuentas”.

Otras investigaciones han sacado a la luz una extensa red de propaganda del Pentágono en otras aplicaciones de medios sociales, como Facebook y Telegram.

La indulgencia de Twitter con estas cuentas encubiertas del Pentágono contrasta fuertemente con su gestión de los medios de comunicación y las personas acusadas de estar afiliadas a países considerados por el gobierno estadounidense como Estados enemigos. Entre ellos figuran periodistas y académicos occidentales disidentes que supuestamente colaboran con medios rusos, chinos, iraníes o venezolanos.

Según una investigación del grupo de vigilancia de los medios de comunicación Fair, Twitter sigue ocultando las afiliaciones públicas de las cuentas financiadas por el gobierno de Estados Unidos, incluidas las que promueven sus objetivos propagandísticos en Ucrania y otros lugares. Fair no pudo encontrar ningún ejemplo de cuentas identificadas como “medios de comunicación afiliados a Estados Unidos”, ni ninguna cuenta etiquetada como tal en Gran Bretaña o Canadá.

El grupo concluyó: “Twitter permite a los medios de propaganda estadounidenses mantener la pretensión de independencia en la plataforma, un respaldo tácito al poder en la sombra y a las operaciones de influencia de Estados Unidos […] Twitter está participando activamente en una guerra de información en curso”.

Un espeso manto de secretismo

Después de que los archivos de Twitter empezaran a aparecer en diciembre, el FBI respondió sin abordar la veracidad de los documentos, sino jugando al mismo juego que antes. Acusó a los periodistas implicados de difundir “teorías conspirativas” y “desinformación” destinadas a “desacreditar a la agencia”. Hillary Clinton, la decana del establishment del Partido Demócrata, sigue culpando a la desinformación rusa de los males de su país. La verdad es que tanto los servicios de seguridad como la clase política han invertido demasiado en sus actuales acuerdos secretos con las redes sociales como para aceptar un cambio.

Y no es probable que la presión para hacerlo aumente mientras Estados Unidos siga dando tumbos de crisis en crisis: desde la “guerra contra el terror”, a la presidencia de Trump, a la pandemia, a la invasión rusa de Ucrania. Todas estas crisis -en sus diferentes formas, cabe señalar- son el legado de decisiones políticas tomadas por los mismos actores que ahora rechazan el examen y la investigación.

Estas crisis proporcionan el pretexto no sólo para la inacción, sino para una vigilancia cada vez más estrecha y estricta de los foros públicos digitales por parte del Estado, y no de forma transparente, sino bajo un espeso manto de silencio. Como Church advirtió hace casi medio siglo, la mayor amenaza a la que se enfrenta Estados Unidos es la posibilidad de que sus agencias de seguridad vuelquen sus enormes poderes hacia el interior, contra el público estadounidense.

Ese proceso es exactamente lo que documentan los Archivos de Twitter. Muestran que la comunidad de inteligencia ha llegado a redefinir su función principal -proteger al público estadounidense de amenazas extranjeras- para incluir al propio público estadounidense como parte de esa amenaza.

En 2021, una de las primeras prioridades del gobierno de Biden fue desvelar una Estrategia Nacional para Contrarrestar el Terrorismo Doméstico (National Strategy for Countering Domestic Terrorism). En ella se describía la pérdida de fe en el gobierno y la polarización extrema como “alimentadas por una crisis de desinformación, e información falseada a menudo canalizada a través de plataformas de medios sociales”.

Al parecer, el aumento de la insatisfacción entre la ciudadanía estadounidense no sería culpa de un liderazgo político fracasado o de un Estado profundo arrogante. Por el contrario, esa misma clase dirigente fracasada ve la reacción popular -y el descontento electoral- únicamente en términos interesados, como una prueba de la intromisión extranjera.

En los archivos de Twitter, Musk ha abierto una pequeña ventana para mostrar un poco de lo que ha estado ocurriendo a puerta cerrada. Pero incluso esa ventana volverá a cerrarse muy pronto. Y entonces volverá la oscuridad, a menos que el público exija su derecho a saber más.

Jonathan Cook https://www.middleeasteye.net/big-story/twitter-files-social-networks-subsidiary-fbi-cia-how

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