La cosecha es un campo de concentración para las jornaleras de Huelva

Algunos nombres que aparecen en este reportaje han tenido que ser modificados para proteger la identidad de las personas que han tenido a bien prestar sus testimonios. “Aquí se mueve mucho dinero y por 100 euros pueden traer a alguien para darte un susto“, dice uno de ellos.

El negocio de los frutos rojos en Huelva es una mega industria que genera un volumen de facturación de en torno a los mil millones de euros, con una producción cercana a las 350.000 toneladas que han convertido a esta provincia andaluza en uno de los mayores exportadores mundiales del sector hortofrutícola. Las 11.630 hectáreas de terreno cultivable emplean cada año a unos 100.000 temporeros, de los cuales el 48 por ciento son extranjeros, en su mayoría procedentes de Europa del este y de los países del Magreb.

El crecimiento ha sido exponencial en los últimos años, pero no así las infraestructuras habitacionales, de transportes y de suministros necesarias para garantizar unas condiciones de vida dignas para los miles de trabajadores inmigrantes que se han visto condenados a sobrevivir en los 44 asentamientos chabolistas diseminados por toda la provincia. Las condiciones de extrema precariedad merecieron el rechazo de Philip Alston, Relator Especial de la ONU para la pobreza severa, durante una visita a Huelva en febrero del año 2020. “Aquí hay lugares mucho peores que un campamento de refugiados, sin agua corriente ni electricidad ni saneamiento”. Las palabras del diplomático fueron un exhorto dirigido a las administraciones y a la patronal, pero con el paso del tiempo se han diluido en una maraña burocrática donde los actores implicados se pasan la responsabilidad de unos a otros.

Ante el inmovilismo de quienes deberían tomar cartas el asunto han surgido organizaciones autogestionadas que intentan subsanar la escasez de recursos, como la Asociación de Nuevos Ciudadanos por la Interculturalidad (ASNUCI) y su albergue construido con donaciones de particulares, donde 40 personas han encontrado cobijo en la ciudad de Lepe. “Si nosotros lo conseguimos, no entiendo cómo los políticos, con todas las herramientas que tienen, no hacen nada”. Seydou Diop dejó en Senegal a su familia y unos estudios universitarios en filología francesa para emigrar a Europa en 2016. “En Huelva lo he pasado muy mal durmiendo en las chabolas, debajo de los plásticos”. Ahora es portavoz de ASNUCI y compagina su trabajo en el campo con el activismo por los derechos de “mis compañeros y compañeras”. Denuncia la falta de implicación de las administraciones públicas y lamenta el nulo reconocimiento para unos trabajadores que estuvieron en primera línea durante los meses más duros de la pandemia. “No valoran lo que hacemos porque somos invisibles para ellos. Les da igual dónde vivimos, les da igual si tenemos COVID y les da igual si estamos vivos o muertos. Solo quieren que recojamos la fruta y que lo hagamos sin protestar”.

Seydou fantaseaba con una vida muy diferente cuando tuvo que dejar su país en busca de mejores oportunidades, pero lo que se encontró aquí fue una realidad muy alejada a la arcadia de derechos y libertades de la que tanto presume el viejo continente. “Me ha sorprendido tristemente. Jamás pensé que en España, en pleno siglo XXI, se tratase a la gente así. Hablan mucho de igualdad, pero yo he sido un esclavo al que han maltratado por mi origen y por mi color de piel”.

De Senegal también llegó Serigne Mamadou, hace 13 años, con unos estudios de biología con los que pretendía desarrollar una carrera profesional y buenas perspectivas laborales. “A Europa no le interesa que los jóvenes más formados se queden en África porque tarde o temprano descubrirán quiénes son realmente los ladrones. Si nos dejaran en paz no vendríamos, pero tenemos muchos recursos, somos la comida de Europa”. Serigne conoce bien los suelos pegajosos de la agricultura en España. Ha trabajado en Lleida, Murcia, Valencia, Burgos y Almería, pero ha sido en Huelva donde ha sufrido las condiciones más extremas de maltratos y vejaciones. “Trabajas 10 o 12 horas y te pagan 25 euros, si el jefe quiere. Te insultan y te amenazan: ‘¡Más rápido, más rápido!’, gritan los jefes. A veces vienen a las chabolas por las noches para tirarnos basura”.

La pandemia ha empeorado aún más si cabe la situación de los temporeros, sobre todo durante el confinamiento, donde repartían el tiempo entre trabajar sin medidas de seguridad sanitaria y esquivar el virus en las infraviviendas de los asentamientos. Serigne recuerda aquellos meses como los únicos de su ya dilatada trayectoria en España donde no fue molestado por la policía. “Nos veían montados en Huelva las furgonetas para ir a trabajar, pero hacían la vista gorda. Sabían que éramos los únicos que estábamos dispuestos a ir al campo y si nos paraban para pedirnos los papeles, ¿quién iba a recoger la fruta?”.

A sus 42 años se ha convertido en un personaje muy conocido en las redes sociales gracias a los videos que graba a pie de tajo en los que carga duramente contra la criminalización que sufren los inmigrantes. “La ultraderecha siembra el odio contra los extranjeros porque saben que en España hay mucho ignorante que se traga lo que dicen. Creen que nosotros somos la ruina del país, aunque la verdad la tienen ahí delante. La ruina es el caso Gürtel, el caso Nóos, el caso Malaya y tantos políticos corruptos”. Esta faceta más mediática tiene serias consecuencias que se traducen en insultos y amenazas de muerte casi a diario, aunque Serigne asegura que no tiene miedo. “Dicen que van a quemarme la casa y que saben dónde vivo, pero si vienen no me voy a quedar quieto”. Le pregunto si en alguna ocasión denunció lo sucedido ante la policía y Serigne tiene que contenerse para no alzar la voz. “¿Cómo vamos a denunciar, a quién? La mayoría de la gente no tiene papeles y sin papeles tampoco tienes derechos. Aquí hay que trabajar a fuego y si un día te mueres, a los 5 minutos tienen a otros 10 dispuestos a jugarse la vida”. 

Otro de los colectivos que han germinado en los últimos años en los sustratos del campo onubense son las Jornaleras de Huelva en Lucha, un grupo autoorganizado de mujeres fundado en el año 2008 para “luchar por nuestros derechos laborales y contra los abusos y la explotación”. Ana Pinto estuvo 16 años trabajando en las explotaciones agrarias, “en la recogida de frutos rojos, de cítricos, de aceitunas, de uvas, de cualquier cosa”, antes de que su actividad sindical le costase el puesto de trabajo.

El campo es un sector especialmente feminizado, “según la patronal porque las mujeres tenemos las manos más delicadas para recoger los frutos”, pero basta con echar un vistazo al perfil de las temporeras inmigrantes para detectar la preferencia de los empresarios por mujeres de contextos muy desfavorecidos, algunas de ellas venidas de zonas rurales de Marruecos y que apenas saben leer ni escribir. “Las compañeras marroquíes viven en las mismas fincas donde trabajan porque no tienen una red de transportes para poder ir a los pueblos. Imagínate la situación de vulnerabilidad a la que están expuestas en una situación así”, denuncia Ana.

Las Jornaleras plantean una lucha organizada desde el feminismo, el ecologismo y el antirracismo para avanzar hacia nuevos modelos de producción que sean respetuosos con los derechos de los trabajadores y los recursos naturales, además de garantizar un precio justo para los agricultores. “Hace falta mucha legislación porque se está arrasando con todo. Nosotras queremos trabajar, por eso rechazamos el boicot. Lo que pedimos es que nos respeten y que nos devuelvan la dignidad, porque detrás de la fruta hay una falta enorme de derechos, mientras los empresarios se enriquecen cada vez más”.

Uno de los principales problemas para organizar la resistencia obrera es el miedo que se esconde tras las verjas de las explotaciones agrarias. Las listas negras circulan entre los terratenientes y si alguien se atreve a alzar la voz tendrá muy difícil encontrar trabajo en una provincia donde la agricultura es el gran motor de la economía, y por ende, casi la única alternativa laboral. Además existe una naturalización de los abusos, como si las jornaleras hubieran asumido que la merma de su integridad es una condición implícita en el desarrollo de sus funciones. “Los trabajadores les han puesto a las fincas nombres de cárceles famosas, como Guantánamo o Alcatraz”. Ana entona una sonrisa al otro lado del teléfono: “Me río por no llorar”, advierte al instante, pero conoce en primera persona las consecuencias de romper con las dinámicas de los abusos. “Desde que empecé con la actividad sindical se me han cerrado las puertas de todos los tajos y algún empresario se nos ha cruzado con el coche en mitad de los caminos, pero no nos van a asustar”.

Al igual que Ana, Carmela Cruz tampoco tiene miedo y afirma con rotundidad. “Huelva, durante la campaña de recogida, es un campo de concentración”. Esta veinteañera trabajó durante 3 temporadas en los almacenes, el otro gran nicho del mercado agrícola junto al de la recolección, y a pesar de su juventud conoce bien las conductas vejatorias a las que están sometidos los jornaleros. “Yo pongo la mano en el fuego y digo que el 99 por ciento de los almacenes no hacen las cosas bien. Cuando yo era encargada mandaron a un chaval a hacer palés y le dije al jefe que la carga era demasiado para él, pero no me hizo caso. En mitad de la noche los palés se cayeron y menos mal que el chico estuvo rápido y se apartó, porque de lo contrario lo habrían matado”.

Carmela ejerce ahora como concejala en un pequeño ayuntamiento de la zona, pero no tiene reparos para denunciar la desidia de los organismos oficiales. “Las autoridades ven un fajo de billetes y se les hace la boca agua. Si fuera por la Junta de Andalucía, los jefes se pondrían en las fincas con un caballo y un látigo, como en la esclavitud”.

Aunque ya no tiene una vinculación laboral directa con el trabajo agrícola, su relación con lo que allí ocurre continúa siendo muy estrecha, porque la madre de Carmela se gana la vida en el campo, donde ha experimentado constantemente el desprecio de la patronal por la integridad física de sus empleados. Hace una semana denunció a través de las redes sociales que su madre llevaba 16 horas seguidas trabajando: “Salió a las 10 de la mañana, son las 2.53 de la madrugada y no sabe la hora de salida. Y sin contrato firmado”, escribió en Twitter. “Pasó lo mismo al día siguiente, llamé a la Guardia Civil de Almonte y me dijeron que no podían hacer nada”. Carmela habla con la rabia contenida en la garganta. “No me dijo que estaba sin contrato, porque sabe que no me caso con nadie. Si en mis manos estuviese ardía la fábrica”, y describe un escenario que se asemeja mucho a un régimen de servidumbre: “El salario estipulado por el convenio nunca se cumple y olvídate de las horas extras y los días libres. Ni siquiera pagan la media hora de descanso. Mi madre ha tenido que dejar de trabajar porque sus compañeras se estaban contagiando de Covid, pero decían que lo habían cogido en el supermercado para que no cerrasen el almacén”.

Le pregunto cuál fue la respuesta de los sindicatos cuando denunció públicamente el caso de su madre y Carmela, de nuevo, tiene que tragar saliva. “CC.OO. y UGT dijeron que iban a llamarme, pero todavía estoy esperando. Los únicos que me han ayudado fueron las Jornaleras de Huelva en Lucha y el SAT”. 

Todas las personas, sin excepción, con las que este medio ha contactado coinciden en señalar la ausencia total en el campo onubense de los dos grandes sindicatos. “Ni están ni se les espera. Si no eres uno de ellos les importas una mierda y están más preocupados por los empresarios que por los trabajadores”, asegura un hombre que prefiere mantenerse en el anonimato.

El Sindicato Andaluz de los Trabajadores (SAT) es de las pocas organizaciones sindicales que tienen los pies sobre el terreno, y por tanto, la que concentra en su gran mayoría el resentimiento de los empresarios. “Cuando vamos a los tajos tenemos que ir en grupo de 6 y 7 personas porque nos quieren agredir”. Óscar Reina es su portavoz nacional y mantiene un discurso beligerante contra los abusos de la patronal, a pesar de las amenazas que recibe por realizar su actividad sindical. “Tuvimos que salir corriendo cuando fuimos a los campos a denunciar las condiciones de los trabajadores. La Guardia Civil nos perseguía a nosotros, en lugar de a los explotadores. Entre ellos y los matones de las fincas casi nos dan una paliza”. Tampoco han resultado eficaces los intentos de coacción más sibilinos. “Un empresario me dijo que aquí en Huelva no me iba a faltar de nada. Si este corrupto lo intentó conmigo, lo habrá hecho con otros muchos más y algunos habrán accedido”.

El sindicato lleva años reclamando el cumplimiento de una reivindicación histórica en el campo andaluz, la tan ansiada reforma agraria, que de tanto soñarla parece haberse convertido en una utopía. “Habrá que conquistarla”, reclama Óscar. “El 50 por ciento de la tierra cultivable de Andalucía está en manos de menos de un 2 por ciento de propietarios. Hay que revertir este modelo, no solo en lo relativo al sueldo y a las condiciones de los trabajadores, sino también para generar un tejido productivo agro sostenible”.

Ninguna de las dos cosas será tarea fácil, a tenor de las reacciones de la patronal cuando las administraciones intentan echar un ojo debajo de las alfombras. Las organizaciones agrarias exigieron la dimisión de la Ministra de Trabajo tras anunciar, en mayo del año pasado, inspecciones laborales en el campo para detectar prácticas irregulares. “Como no retire las inspecciones le doy mi palabra de que esta vez no vamos a ser pacíficos”, amenazó Félix Bariáin, presidente de la Unión de Agricultores y Ganaderos de Navarra. Algo debería temerse y tenía motivos para ello, porque en las 1.647 explotaciones agrarias visitadas por los funcionarios se detectaron irregularidades en el 71,5 por ciento de ellas.

Varios testimonios de jornaleros recogidos por este medio aseguran que las inspecciones son insuficientes y que se avisan con días de antelación. “El año pasado tuvimos una inspección un miércoles. El lunes, los jefes nos advirtieron para que se cumplieran las medidas sanitarias”, declara una trabajadora del campo.

José Antonio Brazo es el delegado del SAT en Huelva y coincide en señalar las debilidades de un sistema que se muestra incapaz de ofrecer los recursos necesarios para combatir los altos niveles de explotación. “Aquí nunca hay suficientes inspecciones porque esto es la jungla. Los abusos están extendidos por toda la provincia”.

El convenio colectivo regula las condiciones de contratación de los trabajadores del campo de Huelva. En el caso de los frutos rojos, los salarios oscilan entre los 5 y los 7 euros la hora y una jornada laboral de 39 horas semanales, no pudiendo superar las 9 horas diarias de trabajo. “El convenio es papel mojado. Hay excepciones, por supuesto, pero en la mayoría de los casos no se cumple. Aquí hay gente que trabaja de 8 de la mañana a 10 de la noche por 20 euros”.

El teléfono de José Antonio “echa humo”, asegura. Cada día recibe llamadas de jornaleros que buscan auxilio para escapar de la dinámica de abusos que hay implantada en el sector. El sindicalista hace memoria y me habla del caso de un empresario que pagaba “4 o 5 euros a las mujeres y las tenía viviendo en una pocilga”, o aquella vez que se topó con 200 inmigrantes indocumentados recogiendo fruta en una finca. En la localidad de Moguer, recuerda, “una mujer abortó en el campo y estuvo 3 días con hemorragias”. Le pregunto si los empresarios son conscientes de estos episodios y José Antonio no titubea en la respuesta. “A esos les da igual todo mientras que les llegue el dinero. Me encontré con uno de ellos en un centro de salud y llevaba un montón de pasaportes. Le dije que quitárselos a los trabajadores era ilegal. ¿Sabés qué me contestó? Que si no lo hacían se escapaban”.

Se toma unos segundos de respiro antes de seguir con la conversación. Es un hombre cercano, que soporta con una sonrisa una batería de preguntas de casi 2 horas, pero José Antonio también está hastiado ante la impunidad de los abusos y el hostigamiento al que ha sido sometido. “Me atraparon con unos periodistas en una carretera muy cortita. Eran unas 20 personas y el cacique se bajó de su Mercedes y me dijo que me iba a meter en la cárcel”. 

Los periodistas a los que se refiere José Antonio son Pascale Müller y Stefania Prandi, de la publicación alemana Correctiv. En abril de 2018 publicaron un extenso reportaje con los testimonios de mujeres marroquíes que denunciaban haber sido víctimas de abusos sexuales durante la campaña de recogida en Huelva. “El supervisor tiene los números de teléfono de todas las mujeres. Nos obliga a tener relaciones sexuales con él y si decimos que no, nos castiga en el trabajo”, asegura una de ellas.

El artículo se apoya en el relato de Josefa Mora, una trabajadora social de un centro de salud, quien declaró que “cuando llegan las temporeras hay un aumento de los abortos”. Según Josefa, en 2016, en las localidades de Palos de la Frontera y Moguer, se produjeron un total de 185 interrupciones de embarazos, “el 90 por ciento de los cuales fueron solicitados por trabajadoras inmigrantes. Ella sospecha que muchos podrían deberse a una violación”, señala la revista.

“Yo intenté localizar a Josefa, pero fue imposible. Está muy marcada, como abra la boca se va a la calle”. Perico Pan es director de La Mar de Onuba, un periódico digital de la provincia de Huelva y uno de los pocos de todo el país que ha dado cobertura periódica a los episodios de vejaciones, abusos y explotación que se suceden en las fincas agrarias. “Los medios suelen ser permeables a las posiciones de los grupos empresariales”. Perico es un periodista incómodo en una zona donde el dinero puede comprar silencios y voluntades. “El gerente de Interfresa, Pedro Marín, lo intentó conmigo ofreciéndome poner publicidad en mi medio. Posteriormente me hicieron una encerrona en un bar donde me invitaron a ser el salvador de la fresa. Me estaban grabando y lo que querían era que yo aceptase su propuesta y tenerme pillado con la grabación”.

Asegura que los abusos sexuales “no son generalizados, pero existen” y recuerda el caso Doñana 1998, la productora de fresas y frutos rojos de Almonte que en junio de 2018 fue denunciada por 10 temporeras marroquíes por impago, malas condiciones laborales, abusos y agresiones sexuales. El juzgado número 3 de La Palma del Condado (Huelva) dictó el sobreseimiento provisional, pero el caso está plagado de irregularidades desde el comienzo.

Belén Liján, de la Asociación de Usuarios de la Administración de Justicia (Ausaj), se hizo cargo de la asistencia legal a las víctimas, a las que acogió en su casa de Albacete debido al grave estado de vulnerabilidad en el que se encontraban. En una entrevista con Catalunya Plural, la letrada manifiesta las “dificultades” a las que tuvieron que enfrentarse durante todo el proceso judicial. “El día 1 de junio, cuando finalmente conseguimos interponer una denuncia, la Guardia Civil accedió a acompañarnos al campo de trabajo dado que habíamos recibido amenazas por parte de la empresa en cuestión. El objetivo era recoger un listado de trabajadoras que querían sumarse a la denuncia. Cuando nos entregaron el listado, vimos que había más de 100 temporeras. Con todo, la única investigación realizada por la Guardia Civil fue la que nos hicieron a nosotros, los abogados y las abogadas denunciantes. No hicieron ni una sola gestión para identificar a las víctimas y permitir que estas también denunciaran. El atestado policial que abrieron el día 1 de junio lo cerraron la mañana siguiente dejando a las víctimas en poder de la empresa. Al día siguiente, expulsaron de España a la mayoría de estas temporeras en presencia de la propia Guardia Civil. Ese mismo 3 de junio, cuando cuatro de las mujeres que habían conseguido escaparse antes de ser devueltas se presentaron al cuartel de la Guardia Civil del Rocío para denunciar abusos y agresiones sexuales, el comandante, que había estado en la finca ese mismo día, mostró una actitud agresiva y negativa. De hecho, tuvieron que romper y volver a hacer declaraciones enteras porque lo transcrito por el agente no coincidía con lo que relataban las denunciantes. Ni siquiera quería que una de ellas denunciara y, ante mis quejas, me espetó: ‘¿A quién cree que creerá el juez, a usted o a mí?’ En veinte años, nunca había visto nada parecido”.

Otro caso que todavía está en los tribunales es el de un capataz de una finca de Moguer que se enfrenta a 4 años y medio de cárcel por presuntos delitos de acoso y abuso sexual cometidos contra cuatro temporeras. Según la fiscalía, accedía sin permiso a las viviendas donde residían las mujeres mientras se estaban duchando e intentaba coaccionarlas realizando gestos obscenos. En una ocasión se acercó a una de las víctimas con el pretexto de explicarle cómo debía recoger la fruta para a continuación “cogerla por la cintura y tocarle los pechos con ánimo libidinoso”, remarca el escrito del fiscal.

“Cuando una de estas mujeres quiso denunciar se puso en contacto con el PRELSI e intentaron disuadirla. Acudió a la Guardia Civil acompañada por el SAT, pero le dijeron que no podían atenderla y que volviese luego. Estoy convencido de que el agente que habló con ella se puso en contacto con la patronal para avisarles, porque cuando la mujer regresó cambió totalmente su relato y dijo que se había tratado de una agresión mutua”. El PRELSI del que habla Perico Pan es el Plan de Responsabilidad Ética, Laboral y Social creado por la patronal de Interfresa para “conseguir el mayor grado de satisfacción de todos los agentes productivos del sector (jornaleros, agricultores, empresas, asociaciones…) y contribuir a un escenario de cooperación con los máximos niveles de respeto y ética laboral”, según se lee en su página web.

“Es un equipo de mediadores contratados por la patronal que hablan árabe y que se pasean por las fincas. Si un trabajador denuncia algún tipo de abuso, se lo trasladan Interfresa para que ellos decidan si dan parte o no a las autoridades. Cada vez que hay un problema aparece el PRELSI y el trabajador ya no quiere hablar”, asegura Ana Pinto, de Jornaleras de Huelva en Lucha. “¿El PRELSI?”, se pregunta Seydou Diop, portavoz de ASNUCI: “Son traductores pagados por la empresa que defienden a los jefes. Necesitamos personas independientes que acompañen a nuestros compañeros”.

Por su parte, Interfresa esgrime que hasta la fecha solo existe una condena en firme relacionada con el sector, sucedida en 2009, contra una capataz por coacciones en el trabajo, y asegura que mantiene una posición de “tolerancia cero” contra cualquier tipo de abuso. No opina lo mismo el testimonio de una jornalera recogido por este medio, que asegura que hay “jefes que son unos babosos”. Y añade: “Un jefe les dijo a un grupo de chicas que se pusieran a trabajar, pero que la más joven tenía que irse con él, ya te puedes imaginar para qué”. 

El perfil de las personas que denuncian abusos, vejaciones o malos tratos tiene dos variables en común, son mujeres y en su mayoría de origen marroquí. “Todos las trabajadoras sufren la explotación, pero hay una escala. Las nacionales son las que menos se ven afectadas, luego están las que vienen de Europa del este y por último las de Marruecos y el África subsahariana”, cuenta Óscar Reina.

Resulta muy difícil acceder a estas mujeres, porque tienen miedo a las represalias y a perder un puesto de trabajo que es el sustento para toda la familia. Sin embargo, Noor A. Lamarty, activista legal en la zona MENA (Medio Oriente y norte de África) y fundadora de Women by Women, ha logrado entrevistarse con alguna de ellas para Kamchatka. “Trabajamos sin descanso, en condiciones horribles y a veces acabamos en el hospital con lesiones en la espalda”, denuncia S. Otra mujer, a la que hemos llamado con la inicial F. asegura que “tiramos de carretas con muchos más kilos de los estipulados y aumentan proporcionalmente con el paso de los días. De lunes a domingo, sin descanso, nos vamos consumiendo lentamente”. Para J. en los campos de Huelva se practica un régimen totalitario de esclavismo y control. “Nos llevan a los pueblos media hora a la semana, pero no nos dejan estar solas en ningún momento y así no podemos pedir ayuda. Si haces cualquier cosa te juegas la expulsión. Si te pasa algo no te atreves a contarlo, porque en mi finca todos los encargados son familia”.

Los testimonios inciden en otro rasgo común de las temporeras marroquíes, la escasez de formación académica, como le sucedió a H., que no tuvo oportunidad de cursar estudios. “Nosotras no sabemos nada, pero confiábamos en ellos, en los jefes. Firmé un contrato de 7 hojas, pero no sabía qué ponía. Tenía muchas dudas, porque a lo mejor me había comprometido a hacer algo que no quería”.

Como muchas otras mujeres en su misma situación, M. se endeudó para costear los trámites que le permitieran viajar a Huelva. “Pedí un préstamos que todavía hoy debo”, asegura. Y añade. “Nuestros hijos pequeños nos necesitan, necesitan a sus madres. ¿Quién se alejaría dos o tres meses de su familia si tuviera otra opción? Nosotras vamos porque no tenemos otra alternativa para subsistir. No hacemos nada malo, no merecemos que nos traten mal”.

La última pregunta de este reportaje resulta evidente: ¿Por qué estas mujeres continúan viniendo a España año tras año sabiendo las condiciones que tendrán que afrontar? La respuesta lo es aún más. “El hambre es el látigo que azota en los campos de Huelva y por eso las jornaleras están dispuestos a tragar con lo que sea”, concluye José Antonio Brazo. 

—https://www.kamchatka.es/es/huelva-frutos-rojos-campo-concentracion

comentarios

  1. En el reportaje no se pronuncia ni una sola vez la palabra Capitalismo, ni las palabras Sistema Capitalista de producción y explotación, siendo este sistema el culpable único de tanta devastación humana y ambiental. Además, siempre se alude a la necesidad de un «cambio de modelo» sin especificar ni conceptualizar dicho «cambio», aunque todos los tiros apuntan siempre a un leve reformismo que ni tan siquiera se produce. Eso sí, todo adornado por cuestiones éticas, igualitarias, pacifistas, ecologistas y demás etiquetas que no son más que papel mojado ante la verdadera contrarevolución capitalista de explotación «legal» y sobreexplotación criminal.

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