Hoy no hablamos del coronavirus

Bianchi

Es imposible vivir en paz si no hay justicia, se suele decir y, sin embargo, se vive, al menos en el sentido existencial como vive una ameba que nace, se reproduce y muere. Se vive, se sobrevive, se malvive, pero se vive. El instinto de conservación es un gran aliado del capitalismo (siempre que se sea potencialmente productivo y no haya que matar ancianos o diseñar prácticas eugenésicas) en las sociedades occidentales.

El suicidio, por ejemplo, es un tema filosófico en las sociedades opulentas que resultaría impensable en las subdesarrolladas económicamente. Es sabido que para Albert Camus es el único asunto -el suicidio- del que cabe filosofar, mientras que para Camilo Torres, un cura guerrillero latinoamericano (colombiano) que murió con las armas en la mano, el busilis residía en que mientras unos se la pasaban discutiendo sobre la existencia o inexistencia de Dios, o el sexo de los ángeles, lo cierto y real era que la gente se moría de inanición. Las cuestiones bizantinas sólo surgen en las sociedades ociosas y satisfechas y/o esclavistas, como la filosofía helénica.

Ocurre que en la llamada civilización occidental que, en realidad, proviene de la oriental, ya no se filosofa sino que, simplemente, se miente. Podremos estar de acuerdo o no con Platón, Aristóteles, Pitágoras, Parménides, Heráclito, Epicuro, Zenón, Pirrón, Demócrito o Diógenes, filósofos «gandules» en el sentido de que no la hincaron nunca y despreciaban el trabajo como algo vil y propio de esclavos, pero jamás mintieron a sabiendas, es decir, fundaron maravillosas escuelas y construyeron sistemas filosóficos en los cuales creían firmemente y que aún siguen sin estar periclitados (Whitehead decía que filosofar es volver una y otra vez a Platón). En plena descomposición del capitalismo como el que vivimos, no hay filósofos. Sólo charlatanes (y no digamos en el mundo científico) y acaso ingeniosos sofistas. Ni siquiera voces que claman en sáharas y gobis (y, caso de haberlas, se ningunean) como areopagitas o estilitas, pues que están espléndidamente remunerados y medran para estarlo vendiendo (y vendiéndose) crecepelos dizque reforzando el discurso dominante, léase lo políticamente correcto.

La oligarquía ya no es «discutidora», como lo quería Habermas. El fascismo posmoderno se desenmascara y viene a decir: «sabemos de sobra que tenéis razón, joputas, pero va en nuestra naturaleza, como le dijo el escorpión a la rana que le pasaba de una orilla a otra del río, hincar el aguijón, aniquilaros. Si persistís en mantener en alto la bandera de la justicia, caerá sobre vosotros el tópico y la mentira en forma de posverdad o cruda, es decir, el Estado de Derecho y el peso de la ley convertida en una forma de las bellas artes».

Si dijéramos la verdad, seríamos filósofos, amantes de la sabiduría, y vosotros esclavos. Pero los tiempos cambian, ahora sois «ciudadanos».

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