¿Están zumbados los ‘conspiranoicos’?

Bianchi

El 12 de enero de 2010 un brutal terremoto golpeó la capital de Haití, Puerto Príncipe, causando la muerte de casi 200.000 personas dejando sin casa a cerca de un millón. A pocas horas de la tragedia, el gobierno de los EE.UU., con la excusa de la ayuda humanitaria, anuncia un despliegue militar propio de una invasión con alrededor de 30.000 marines y alta tecnología militar.

Al margen de la posición geoestratégica de la isla (entre una socialista Cuba y una bolivariana Venezuela), se ha sostenido por parte de expertos que Haití alberga reservas de petróleo y gas en grandes cantidades, hummmmm (ya empieza nuestro instinto conspiranoico a activarse), investigadores no de pacotilla sospecharon -por las extrañas características del terremoto de Haití- del uso de técnicas de modificación ambiental por parte de los USA para provocar dicho terremoto. Unas técnicas, a todo esto, que no son nuevas desde, al menos, el fin de la II Guerra Mundial.

Se sabe -por documentos desclasificados- que a partir de 1944, el gobierno neozelandés inició un proyecto secreto (habrá quien no sepa ni situar en el mapa a Nueva Zelanda) destinado a provocar maremotos mediante explosiones nucleares submarinas. Según los mismos documentos -dados a conocer por el ministerio de asuntos exteriores neozelandés en 1999-, tanto ingleses como usamericanos se interesaron vivamente por el proyecto para desarrollarlo en secreto visto el éxito de las primeras pruebas.

Años más tarde, las autoridades francesas se vieron obligadas a reconocer que el tsunami que en 1979 costó innumerables vidas en el archipiélago Tuamotu en la Polinesia francesa, tuvo su origen en las pruebas nucleares que Francia venía desarrollando en los atolones de Mururoa.

En 1974, el 19 de mayo exactamente, el senador estadounidense Claiborne Pell consiguió que se hiciera pública la «Operación Popeye» desarrollada por el Ejército de los EE.UU. en Vietnam entre 1967 y 1972. El objetivo de la operación fue prolongar, de forma artificial, la estación de lluvias del monzón sobre el territorio por el cual discurría la ruta Ho Chi Minh con el fin de hacerla intransitable. Esta ruta era utilizada por los movimientos de liberación nacional de Vietnam como ruta de aprovisionamiento. La 54ª Escuadrilla de Reconocimiento del Ejército gringo sembró el cielo con yoduro de plata con lo que consiguieron que el período de lluvias aumentara un promedio de 30 a 45 días.

El 18 de mayo de 1977, la ONU, ante la preocupación generada por el uso y desarrollo de técnicas de modificación ambiental, se vio obligada a celebrar, en Ginebra, la primera «Convención sobre la prohibición de técnicas de modificación ambiental con fines militares o con cualquier otro fin hostil». A pesar de que tanto la URSS como los USA firmaron el documento  que salió de la Convención, ambas súperpotencias continuaron desarrollando, en secreto, proyectos de guerra climática.

Por un lado, la Unión Soviética construyó la Pamir, una máquina con la que pretendía provocar pequeños sismos con el fin de evitar otros mayores. Cuando la URSS se derrumba, los responsables de este programa se pasan al servicio de los yankis. En 1995, estando Rusia gobernada por el dipsómano Yeltsin, la US Air Force recluta a los investigadores rusos quienes en su laboratorio de la ciudad de Nizhi Nóvgorod construyen una máquina mucho más poderosa, la Pamir 3, que es probada con éxito.

El Pentágono entonces decide trasladar a estos científicos y su nuevo descubrimiento a los Estados Unidos con el fin de integrarlos en el programa HAARP (del inglés High Frequency Active Auroral Research Program, dicho en argenta: Programa de Investigación de Aurora Activa de Alta Frecuencia), investigación militar financiada por la Air Force (Fuerza Aérea) de los EE.UU., la Marina y la Universisad de Alaska (donde están innstaladas las antenas) dirigida a, oficialmente, «entender, simular y controlar los procesos ionosféricos». Se la considera capaz de intensificar tormentas o prolongar sequías sobre un determinado territorio. Pero esta es otra historia (que la cuente Iker Jiménez, si quiere).

En los años de auge de la guerra fría, en los sesenta, se creó un llamado Congreso para la Libertad de la Cultura que reclutara a la «intelligentsia» occidental del «mundo libre» para contrarrestar la cada vez mayor influencia de los soviéticos en las ciencias, artes, etc. Fue, años después, el propio «New York Times» quien revelara (aunque ya se sospechaba) fehacientemente que dicho Congreso estaba financiado por la CIA. No diremos que tres cuartos de lo mismo sucede -o sucederá- con el cacareado «cambio climático» con el que se aterroriza al personal, que vive en un místico desvivir santateresiano y no gana para sustos, como los terrores del milenio en la época feudal medieval, no somos tan osados, pero sí pelín «conspiranoicos», que es la única manera de acertar con estos criminales.

Buona sera.

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