El derecho a matar a los malos gobernantes: de Santo Tomás a la Audiencia Nacional

La teoría política de nuestros días parte de socializar entre la población la idea de que, de manera preexistente, las personas que forman una sociedad son caóticas por naturaleza, y que necesitan orden y disciplina por el bien de todos. En la Edad Media, aparecían figuras políticas como el monarca, que sintetizaba ese concepto, pero que tenía un límite infranqueable: el derecho de los gobernados a eliminarlo si no obraba en consecuencia.

El sentido de la «responsabilidad» de esta época comienza con la hipótesis de la plenitud, es decir, impetrar entre los gobernados el concepto de que todo está bajo control; esto es, que el gobierno me cuida, la policía me protege, los servicios sociales me atienden; pero también puede ser al contrario: «no hay nada que hacer», «lo controlan todo» o «el poder es una máquina perfecta» y sus planes están diseñados con la precisión de un relojero.

Lo importante tanto en la filosofía medieval como en la actualidad es trasladar eso: el interés general (o interés «absoluto») por encima de todo.

Obviamente ese «interés general», antes y ahora, sería siempre un concepto despojado de cualquier naturaleza de clase. En esa «generalidad» entran todos los habitantes de un país: ricos y pobres, campesinos o militares. Siempre se parte de la hipótesis inverificable de que al renunciar a una parte de la libertad, los individuos ponen así fin a la lucha de todos contra todos, contribuyendo al bien común.

Quien piense así, en efecto, no falta algo de razón.

El confinamiento, impuesto por el «bienestar general», ha menguado la conflictividad social a niveles ridículos, a pesar de que la mayor parte de la sociedad está viendo perjudicada sus condiciones de vida y su salud de manera dramática y no porque estén enfermos precisamente. Los diferentes Estados de Alarma han dotado a la Administración de poderes absolutos, omnímodos y carentes de justificación.

El Estado puede internarte clínicamente sin justificación, detenerte, aporrearte en plena calle por no llevar mascarilla o incluso puedes llegar a perder el trabajo si no actúas acorde al «interés general».

Santo Tomás de Aquino, en su libro So­bre el Régimen de los Príncipes, tenía en cuenta esta forma de gobernar como perfectamente legítima, pero advertía que un sistema absoluto tenía que tener, como derecho, una contrapartida: el derecho de los gobernados a derrocarlo, llegando incluso al tiranicidio. Esta idea luego la plasmó Thomas Hobbes o Hugo Grocio en el derecho a la resistencia.

En definitiva, se parte de que un gobernante injusto promueve leyes que su­ponen un impedimento para que los ciudadanos puedan ejercer la virtud: la opre­sión, la injusticia, la miseria y el abuso no son precisamente el caldo de cultivo de la virtud y de este modo dificultan más que facilitan la salvación del alma.

Los comentarios periodísticos que estamos viendo en estos días relativos a la inminente entrada en prisión de Pablo Hasél se cuidan muy mucho de no ofender a ese poder absoluto. Vacilan en sus respuestas y en sus argumentos. No quieren ir a la hoguera con él, a pesar de que saben que los hechos que le imputan son decir la pura verdad.

Ahora bien, mientras Pablo se quema en la hoguera inquisidora, como le hubiera pasado a Santo Tomás o a Hobbes en la actualidad si formularan esta teoría, los jueces de la Audiencia Nacional, los miembros de la Casa Real y la prensa del Ibex 35 se olvidan de la contracara de esa hoguera.

Santo Tomás no articuló el derecho a matar a los gobernantes como si fuera un recurso legal invocable ante un tribunal, sino que lo analizaba como una realidad innegable ante el mal gobierno.

John Locke también asumía que cuan­do un gobernante se hace un tirano se pone a sí mismo en un estado de guerra con el pueblo, que tendrá el derecho legítimo a la rebelión contra el tirano. El derecho de rebelión es una extensión del poder de cada individuo en el estado de naturaleza a castigar al agresor.

Espejel, Sánchez, Marlaska o Juan Carlos pasarán a la historia como San Pedro Mártir o Pedro Arbués, inquisidores asesinados, no por su gestión política, sino porque la contrapartida del poder absoluto ha sido siempre, a lo largo de la historia, el derecho de los gobernados a matar a los malos gobernantes. Algo que, por ejemplo, los ingleses celebran cada año con su Noche de Guy Fawkes.

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